lunes, 23 de enero de 2012

LA CRISIS ICONOCLASTA




LA CRISIS ICONOCLASTA

El carácter anicónico propio del judaísmo está asentado en la Torá judía, nuestro Pentateuco. El libro del Éxodo formula claramente la prohibición veterotestamentaria: “No te harás escultura ni imagen alguna de cuanto hay arriba en el cielo ni de lo que hay abajo en la tierra ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahveh, tu Dios, soy un Dios celoso…” (Ex 20,4-5). El libro del Deuteronomio ofrece la justificación de este precepto: “Tened mucho cuidado de vosotros mismos: puesto que no visteis figura alguna el día en que Yahveh os habló en el Horeb de en medio del fuego, no vayáis a pervertiros y os hagáis alguna escultura de cualquier representación que sea: figura masculina o femenina, figura de alguna de las bestias de la tierra, figura de alguna de las aves que vuelan por el cielo, figura de alguno de los reptiles que serpean por el suelo, figura de alguno de los peces que hay en las aguas debajo de la tierra. Cuando levantes tus ojos al cielo, cuando veas el sol, la luna, las estrellas y todo el ejército de los cielos, no vayas a dejarte seducir y te postres ante ellos para darles culto” (Dt 4, 15-19).
Pero la aparición de Cristo en la tierra supuso una renovación de estas normativas. Cristo había liberado a los hombres de los ídolos, pero no negativamente, suprimiendo la imagen, sino positivamente, revelando el rostro humano de Dios. Sin embargo, eso no iba a ser fácil de percibir para unos cristianos que habían surgido de la tradición judía. Esta tendencia se resolvió con más facilidad en el arte paleocristiano, pero en el caso de Bizancio, la cuestión de las imágenes cobró unas dimensiones exorbitadas. Desde nuestra mentalidad moderna no es fácil comprender la trascendencia de esta querella, pero en realidad estaba en juego toda la concepción de la vida cristiana. Vamos a analizar los hechos.
El arte cristiano se había abierto paso entre los debates sobre la licitud de las imágenes. Frente a los recelos de los orígenes, con la paz de Constantino el arte se pone al servicio de la fe. Pero se mantenían dos tendencias opuestas: la de quienes consideraban las imágenes como mediaciones que ayudaban a percibir la revelación, y la de aquellos otros que negaban la valoración objetiva de la imagen como signo de la gloria y veían el riesgo de idolatría.
No me gustaría plantear esta querella de un modo maniqueísta, en la que los iconoclastas aparecieran como “los malos” y los iconófilos como “los buenos”. Prefiero pensar que había razones legítimas en ambas posturas. En gran parte, los iconoclastas querían prevenir la idolatría en una masa de fieles convertidos del paganismo idólatra que se verían demasiado tentados a retomar sus antiguas prácticas aunque con otra imaginería. No cabe duda de que se habían producido excesos en un culto que en ocasiones rozaba lo idolátrico. En la piedad popular se habían mezclado componentes mágicos que la habían degradado. Surgieron las imágenes “aquiropoietas” (no hechas por mano humana) que se suponían habían descendido del cielo, y otras a las que se atribuían capacidades milagrosas. Proliferaron leyendas de imágenes que lloraban, sangraban, curaban… ¿No te recuerdan estas actitudes a determinadas supersticiones populares revestidas de religiosidad presentes todavía hoy? A pesar de todo, ¿no crees que merece la pena correr el riesgo de una “devoción” desvirtuada antes que renunciar a rendir culto a las imágenes? Siempre ha sido una tentación del cristiano convertir su fe en una religión cualquiera, es decir, utilizarla para que Dios haga la propia voluntad. Sin embargo, sabemos que la fe es justamente lo opuesto, descubrir cuál es la voluntad de Dios en nuestra vida y cumplirla, en la seguridad de que en ella reside la propia felicidad.
Es posible que no todas las razones de los iconoclastas fueran nobles, pero tampoco las de todos los iconófilos. Sin duda había razones políticas y económicas que influyeron en la querella. Pero de lo que no hay duda es de que el iconoclasmo bizantino fue un movimiento imperial dirigido por la dinastía Isauria en el que influyó el deseo de debilitar el poder del clero y del monacato para afianzar el poder imperial, así como el deseo de homogeneizar la sociedad, asimilando a los cristianos con los judíos, islámicos o maniqueos, que no aprobaban las imágenes. Era evidente la pretensión de aumentar la propia soberanía a costa de rebajar la soberanía de Cristo. El fondo de la historia resulta familiar ¿verdad?
Los antecedentes directos de la crisis iconoclasta podemos encontrarlos en los decretos contra las imágenes que promulgaron los califas Omar II y Yezid III en zonas cristianas sometidas al Islam. Pero casi todas las fuentes ponen el detonante en el emperador de Constantinopla León III el Isáurico, sobrenombre extraño porque no era de Isauria sino de Siria, por lo que deducirás que se había criado en una tradición islámica, y por tanto anicónica. En el año 730, León III publicó un edicto contra el culto a las imágenes exceptuando el signo de la cruz, aunque sin la imagen del crucificado. Para predicar con el ejemplo, ordenó retirar el mosaico con la imagen de Cristo que presidía la puerta de su palacio. Pero en el momento de la retirada, se organizó espontáneamente un tumulto popular que costó  la vida a algunos de los soldados encargados de quitar la imagen de Cristo. Las represalias no se hicieron esperar. Se había desatado la crisis.
El papa Gregorio II envió al patriarca Germán una carta en defensa de la licitud de las imágenes. Como el patriarca se mostraba partidario de las imágenes, el emperador lo obligó a abandonar su cátedra para sustituirlo por Anastasio, adicto a la iconoclastia, con lo que la polémica se agudizó. Comenzó una sangrienta campaña de destrucción de imágenes, destierros e incluso martirio para los opositores. Como era de esperar, la persecución se desató también contra las reliquias. El emperador Constantino V el Coprónimo, hijo de León III, intensificó los ataques a los defensores de las imágenes, y en una actitud de evidente ingerencia, convocó en el 754 un Concilio en Hiereia que prohibió el culto a las imágenes, suprimió a la Virgen el título de “theotokos” (Madre de Dios), condenó el culto a los santos, proscribió el celibato y designó a los monjes como “adoradores de las tinieblas”. Como imaginarás, las comunidades monacales se resistieron a esta doctrina con todas sus fuerzas y comenzó una represión que parecía ir, más que contra el culto a las imágenes, directamente contra el monacato. A pesar de los esfuerzos imperiales, la Iglesia no reconoció el Concilio como ecuménico.
Una de las consecuencias de las persecuciones fue la erradicación de las imágenes bíblicas y teológicas de los muros de las iglesias, para verse sustituidas por decoraciones paisajistas, como se describe en la iglesia de las Blanquernas: “Entre tanto el tirano (Constantino V) destruye el templo augusto de Nuestra Señora de las Blanquernas, que antes había sido guarnecido con muros donde se expresaba con pinturas la encarnación del Verbo y sus grandes milagros y hechos hasta su ascensión y la venida del Espíritu Santo; y de esta forma, suprimidos todos los misterios de Cristo, convirtió la iglesia en un almacén de manzanas y de pájaros. Porque decorándola con pinturas de árboles, especies diversas de aves y bestias, y alas de cornejas y pavos, la dejó totalmente desnuda” (Vida de San Esteban el joven; PL 100, 1120)
Sinceramente, ¿no suena toda esta historia a un mero pretexto para atacar los conventos? Es lógico que el poder civil estuviera celoso del prestigio y la influencia que adquirían los monasterios. Su ejercicio de la caridad les había valido que muchos fieles le profesasen devoción, amén de la dirección espiritual, su protagonismo en la vida cultural, el esmerado cuidado de los templos y su liderazgo en la representación de la comunidad.
Es sospechoso que la censura de las imágenes no se sometiese al precepto bíblico que restringía cualquier representación figurativa, sino que sólo se refiriese a las imágenes de Cristo, la Virgen y los santos. Significativamente, los emperadores sustituyeron la imagen de la cruz que exhibían las monedas por su propio retrato, y mientras aniquilaban las imágenes de Cristo, no sólo no destruían las suyas, sino que  reclamaban para ellas el culto tradicional.
Pero además de estas pretensiones imperiales, verdaderamente existía un debate de las ideas, profundamente filosófico, en el que no voy a entrar. Lo que sí es cierto es que la a
iconoclastia tenía una componente del gnosticismo. Consideraba la Encarnación como una especie de viaje del Hijo de Dios por la tierra. Se alejaba del Padre para retornar después a Él sin más objetivo que transmitir una información salvadora a los hombres. De fondo aparece la oposición de cuerpo y alma con el consiguiente desprecio de lo carnal y la consideración de que el mal reside en la materia. Por el contrario, los iconófilos consideraban que el hombre no es un alma encarnada sino una carne animada: cuerpo y alma son creados simultáneamente porque forman un único ser. De aquí era fácil concluir que el valor salvador de la carne del Señor no era algo exterior a la gloria divina. El gran escollo para los iconoclastas se identificaba precisamente con la mayor grandeza, con el misterio más esperanzador: una existencia humana, una carne, se había convertido en el lugar de expresión de una persona divina. Dios no había poseído a un hombre, no había ocupado un cuerpo, sino que se había hecho hombre, se había hecho cuerpo. Y esta realidad cambiaba rotundamente las cosas. Efectivamente, cuando Dios habló en el Horeb no mostró forma alguna, pero ahora Cristo era la carne de Dios. Se lo podía ver y tocar. Al hacerse Cristo materia, la había santificado. Como afirma Evdokimov en El arte del icono (cap. VIII, pg. 209): “En Dios, la ausencia de la imagen sería una falta de plenitud”.

Será San Juan Damasceno (650-730) quien retome la tradición de los Padres de la Iglesia para reconstruir a partir de ella una teoría de la representación iconográfica y su significación teológica. No se limita a justificar los iconos, sino que afirma radicalmente que son imprescindibles para la fe. Presenta el arte como un lazarillo que nos conduce de la mano hacia Dios, y considera que su función principal es hacer visible lo invisible. Es de admirar en él la sencillez y radicalidad de afirmaciones tan profundas como esta: “Como estamos compuestos de una doble sustancia de alma y cuerpo (…) es imposible que nosotros, lejos de las cosas corporales, alcancemos las espirituales”. (De imaginibus III, 12; PG 94, 1336). De un modo muy astuto, acude a las Escrituras para mostrar cómo Dios ordenó decorar su templo con imágenes de querubines (Ex 25, 18-20). Resume muy bien su razonamiento el testimonio personal que ofrece en sus escritos: “Cuando cansado de estudiar dispongo de tiempo libre, me voy de buena gana a la iglesia y contemplo los cuadros (…) acarician mis ojos como las flores del campo; y la gloria de Dios desciende sobre mi alma. Porque en esos cuadros no veo sólo el esplendor decorativo, sino la constancia de los mártires y la distribución de las coronas, y adoro a Dios en los que dan testimonio de él”. (Discurso II; PG 94, 1268). Él fue modelo de muchos otros pensadores que desarrollarán los argumentos iconófilos.

Finalmente, será el Concilio II de Nicea (787) el que resuelva la crisis. El Papa Adriano I, en una carta al emperador Constantino VI y a su madre, la emperatriz regente Irene, presentaba una completa teología de las imágenes desde la práctica religiosa y no desde la especulación teórica. Esta carta se leyó al comienzo del Concilio y marcó las pautas de la doctrina conciliar. El primer fruto del Concilio fue declarar el culto a las imágenes como doctrina ortodoxa, y por tanto, condenar el iconoclasmo. Concluía que el culto debido a las imágenes había de ser semejante al que se le rinde a la Santa Cruz, a los evangelios o a otros objetos de culto. Asimismo, el Concilio anatemizaba el Conciliábulo de Hiereia que, como habíamos visto, se había celebrado por mandato imperial sin participación de la Santa Sede. La crisis iconoclasta se había resuelto.
 
Con todo, existió una segunda fase iconoclasta. En el año 815 se nombró emperador a León V el Armenio, quien se autoproclamó iconoclasta, destituyó al patriarca Nicéforo y se reunió en Santa Sofía para restituir las enseñanzas de Hiereia. Comenzaron de nuevo las persecuciones y las destrucciones de imágenes y reliquias. Pero esta fase fue muy breve, porque en el año 843 se restableció la ortodoxia. Durante la regencia de Miguel III asumida por la emperatriz Teodora (su madre) se reunió el Concilio IV de Constantinopla en el que el patriarca Metodio restableció las enseñanzas de Nicea. Se obtuvo una verdadera paz que en el Oriente cristiano se conmemoró con la fiesta del Triunfo de la Ortodoxia. Como también sucede en la mayoría de nuestras fiestas y celebraciones, encuentran su origen en una alegría vinculada a la fe.
 
Este es el panorama de la crisis que pudo cambiar la historia de la humanidad. Quiero llamar la atención sobre un dato muy revelador. El iconoclasmo no sólo afectaba a los iconos, sino que al mismo tiempo incidía en la vida monacal, en el culto a los santos, en el misterio de la naturaleza divina, en la persona de Cristo, en la maternidad divina de María, en el culto a las reliquias. Por eso, en palabras de Casas Otero en su obra Estética y culto iconográfico (Cap 6, pg.239): “el triunfo del icono en Oriente es el triunfo de toda fundamentación dogmática y de toda la plenitud de su verdad”. No en vano, la crisis había suscitado una enriquecedora reflexión teológica sobre la legitimidad, la función y el uso de las imágenes que sentaría las bases para un culto adecuado.
 

LA LUCHA DE LA IGLESIA POR LA LEGITIMIDAD DE LAS IMÁGENES



La resistencia inicial

El arte, tal como hoy lo entendemos, no formaba parte de los planes de estos apóstoles que habían renunciado a todo cuanto tenían para predicar a Cristo resucitado. De hecho, el arte paleocristiano empieza siendo un arte “signitivo”, es decir, que comunica una información, sin más pretensiones. Podría comprenderse mejor si en vez de concebirlo como arte lo entendiésemos como un lenguaje clandestino. El único centro del primer arte cristiano era Cristo, la expresión de su misión y de su Persona. Quizá precisamente por eso, estaba dotado de un singular valor artístico, pero también documental, catequético y didascálico.

Muchos estudiosos, como Plazaola, apuntan que este desinterés de los primeros cristianos por el arte se debía a la herencia judía. No podemos olvidar que estas eran las raíces de las que surge el cristianismo. Es más, no sólo es que el cristianismo herede la tradición judía, sino que brota de ella como del suelo materno. Dios eligió hacerse carne de una mujer hebrea, en una tierra concreta: Palestina. Jesús era judío; un buen judío, fiel a la tradición.

Pero si quieres saber mi opinión, a mi no me parece que los primeros cristianos tardasen en crear expresiones artísticas exclusivamente por influencia judía. Más bien imagino que estaban demasiado ocupados. Sobre todo al principio, la prioridad era contar lo que había pasado, testimoniarlo de palabra y con su vida, anunciar la "Buena Noticia". Es fácil seguir lo que sucedió leyendo los Hechos de los apóstoles.
Efectivamente, la tradición judía es anicónica, y se resiste a la representación figurativa. El segundo precepto del Decálogo decía: No te harás escultura ni imagen alguna de cuanto hay arriba en el cielo ni de lo que hay abajo en la tierra ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra (Ex 20,4). Sin embargo, todo cobraba un nuevo sentido a la luz de la Encarnación. En cualquier caso, si la tradición judía recelaba de las representaciones figurativas, el rechazo debió ser más radical en el caso de la escultura, que parecía prestarse más al culto idolátrico.
El Evangelio nunca pretendió suprimir la ley de Moisés. Y estaba claro que existía un veto a las imágenes. Bien es verdad que, profundizando en el precepto, la prohibición se restringía a las imágenes destinadas a ser adoradas, y de hecho existía un comercio de imaginería. También estaban los testimonios bíblicos de la serpiente de bronce de Moisés, o los ángeles de oro del Arca de la Alianza, pero estos no se prestaban a la idolatría. En cualquier caso, sin duda había una sensibilidad recelosa ante las representaciones figurativas, y muchos pensadores así lo manifestaban. Entre ellos hay figuras del renombre de Taciano, Tertuliano, Clemente de Alejandría e incluso Orígenes. Además, las actas del Concilio de Elvira, celebrado en Granada hacia el año 300, recogían en el canon 36 la prohibición de pintar en las iglesias.
Efectivamente, la tradición judía es anicónica, y se resiste a la representación figurativa. El segundo precepto del Decálogo decía: No te harás escultura ni imagen alguna de cuanto hay arriba en el cielo ni de lo que hay abajo en la tierra ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra (Ex 20,4). Sin embargo, todo cobraba un nuevo sentido a la luz de la Encarnación. En cualquier caso, si la tradición judía recelaba de las representaciones figurativas, el rechazo debió ser más radical en el caso de la escultura, que parecía prestarse más al culto idolátrico.
Sea cual sea la causa, la realidad es que no nos ha llegado escultura alguna de los cristianos de los tres primeros siglos. Amén del sorprendente silencio en la literatura pastoral y catequética de los primeros Padres de la Iglesia.

Las primeras imágenes fruto de la fe

Durante los primeros años del cristianismo, podría haberse asegurado que el cristianismo acabaría liquidando la escultura exenta. Sin embargo, la historia pronto mostraría que, muy al contrario, la vida cristiana supuso un soplo de aire fresco que renovó para siempre la expresión artística.


Es cierto que, al principio, el temor a caer en la idolatría restringió la creación escultórica. Los relieves funerarios serán los que acaparen el interés de los artistas hasta el inicio del siglo V. Sin embargo, con la era constantiniana surge un cambio que invadirá paulatinamente el arte. Con la paz, se va incorporando una nueva sensibilidad que tendrá su equivalente iconográfico. El peligro de idolatría se va haciendo más remoto y el uso de las imágenes se difunde sin dificultades por todas las comunidades cristianas. De todas formas, como siempre sucede, habrá discusión. Todavía a finales del siglo IV San Epifanio de Salamina afirmará que las pinturas de Cristo van contra el cristianismo; pero ya a comienzos del siglo V la mayoría de los Santos Padres se refieren a las imágenes sin rechazo alguno. Aún así, una cosa es el uso de las imágenes y otra su culto.
Será más fácil la expansión del arte cristiano en el ámbito pictórico. Concretamente, el mayor desarrollo se produce en pintura mural, en las catacumbas. En las paredes de estas oscuras galerías, altas y estrechas, fue donde nació el primer arte cristiano. En principio se trataba de un arte sencillo e ingenuo, de carácter simbólico. El origen del culto cristiano, como hemos visto, fue doméstico; de ahí que estas pinturas imitasen la decoración doméstica romana. Las imágenes esbozadas constituían, más que una catequesis, una plegaria. Utilizaban algunos símbolos que no obedecían a ninguna tradición concreta, pero que poseían un significado propio de la nueva fe, a veces como un lenguaje en clave. Por ejemplo, el símbolo del pez surgió porque el acróstico de este término en griego coincidía con las siglas de Jesús Cristo Hijo de Dios Salvador. Además, portaba un sentido bautismal y eucarístico, ya que para el judaísmo significaba el banquete mesiánico. La proliferación iconográfica fue enorme, en principio estrictamente simbólica, pero evolucionando cada vez más hacia el ámbito figurativo. Por otra parte, es sorprendente que a pesar de que el arte cristiano amanece en un contexto de terrible persecución, sin embargo, la plástica de estos siglos no alude a los padecimientos, sino que muestra imágenes simbólicas que transmiten la esperanza, la libertad y el amor por la vida.
Con todo, habrá que esperar al siglo VI para encontrar testimonios que garanticen la existencia del culto a las imágenes de Cristo, la Virgen y los santos. A finales de esta centuria Leoncio, el Obispo de Neápolis (Chipre), defiende a los cristianos frente a las acusaciones de idólatras y traza las primeras líneas de una teología del culto a la cruz y a las imágenes. Por la misma época, San Gregorio Magno corrige a Sereno, el Obispo de Marsella por destruir algunas imágenes por miedo a que el pueblo cayese en la idolatría. Cito un párrafo de su carta que me parece especialmente expresivo: Una cosa es adorar las imágenes, y otra distinta venir en conocimiento, por medio de ellas, de lo que se ha de adorar. Lo que la escritura es para el lector, eso mismo es la imagen para quienes no saben leer. No cabe duda de que no es desacertado elevarse por lo visible a lo invisible. (Epistola 11, Ad Serenum; PL 77, 1128).

LOS ORÍGENES DE LA ARQUITECTURA CRISTIANA



        LOS ORÍGENES DE LA ARQUITECTURA CRISTIANA



Comenzando la historia por su origen, los primeros cristianos de Palestina no necesitaron construir templos. Acudían para rezar y escuchar la Palabra a las sinagogas y al templo de Jerusalén. La nueva fe no suponía una ruptura con la promesa hecha a Abraham. La Antigua Alianza no se había desechado, sino que había sido asumida por una Alianza Nueva de la que Cristo era el garante. Al igual que el Nuevo Testamento no sólo supone el Antiguo, sino que nace de él.

            Sólo existía una novedad radical que parecía exigir un espacio propio: la celebración de lo que llamaban “fracción del pan”: la Eucaristía. Aunque al principio, ésta tampoco les impuso la necesidad de realizar construcciones. Se reunían en casas cedidas por cualquier cristiano, con una mesa como altar, como había sido en aquella Última Cena que resultó ser la Primera Eucaristía. Los Hechos de los Apóstoles lo atestiguan: “todos los días acudían al Templo con un mismo Espíritu, partían el pan en las casas y comían juntos con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2, 46).

            A estas reuniones litúrgicas en las casas se las conocía como “ecclesia doméstica”. Poco a poco, el término “ecclesia” (del griego “ek-kaleo” que significa “convocar”) se utilizó también para denominar el edificio que albergaba las reuniones. De ahí la ambivalencia actual del término, donde “iglesia” se refiere tanto al grupo de los fieles como al recinto que los acoge. De un modo precioso, el Concilio Vaticano II ha atribuido el término de “iglesia doméstica” a las familias cristianas, cuya casa y cuya vida se convierte en un lugar donde se respira el Evangelio.

Pero ni siquiera encontrar una vivienda apropiada para el culto era una exigencia para los primeros cristianos. Cualquier otro lugar les parecía adecuado, como recoge un texto de San Dionisio Alejandrino: “siendo nosotros los únicos que fuimos perseguidos y oprimidos, no dejamos de celebrar nuestros días festivos. Y cualquier lugar, el campo, el desierto, un navío, un establo, una cárcel, servía como templo para celebrar la asamblea sagrada (Cit. Por Eusebio. Historia Eclesiástica VIII, 12: PG 20, 688).

            No puedes olvidar que estamos en tiempos de persecución. Al menos en el primer siglo, era impensable levantar una edificación para dar culto a un ejecutado por la justicia romana. Y en realidad, tampoco la necesitaban. Se trataba de una comunidad de personas que se reunían para comer el Cuerpo y la Sangre del Resucitado. A pesar de vivir continuamente amenazados, el hecho de celebrar ese Misterio sagrado en cualquier lugar suponía un gesto de libertad inusitada capaz de transformar la faz de la tierra.

            Déjame pensar. Tal vez es posible que en estos siglos sí existiese alguna construcción para el culto cristiano. ¿No te parece probable que algún cristiano con recursos económicos hiciese edificar una casa apropiada para la celebración eucarística? Es lo que parece indicar la excavación arqueológica de Dura-Europos (Irak), donde ha aparecido un complejo de capilla, patio y baptisterio del siglo III asociado a una vivienda. Es lo que se conoce como “Domus Ecclesiae”. La importancia de este conjunto merece que nos detengamos un poco en ella. Dura-Europos era una ciudad helenística de Siria en el año 113 a.C. cuando fue conquistada por los persas. En el año 165 d.C. pasó a dominio romano, en el que permaneció hasta su destrucción en el año 256 por los persas. Hacia el año 232 se construyó una casa privada que en unos diez años pasó a manos de una comunidad cristiana que la reformó para adaptarla al servicio de la iglesia. Disponía de una sala para el culto eucarístico, diversas habitaciones, un almacén de alimentos y vestidos, y un baptisterio, quizá el más antiguo de la cristiandad, con pinturas de gran valor.

            Caso parecido es el de los famosos “Titulus” de Roma o Pompeya, recintos cuyos propietarios acabaron dedicando exclusivamente para las celebraciones de las comunidades cristianas. Solían ser mansiones amplias compuestas por un vestibulum, un atrium donde se encontraba el lararium (una especie de oratorio),un tablinum o sala de recepción y el triclinium o comedor. Esta distribución se adaptó con facilidad a las necesidades del culto cristiano. Los expertos concluyen que el atrium y el tablinum servían para la lectura de la Palabra y la oración en común, y el triclinium para la cena eucarística.

Ya en el siglo III hay constancia de que los cristianos construyeron basílicas para sus celebraciones. Eran las llamadas “Domus Dei”. La Crónica de Edesa, del 540, describe con multitud de datos una inundación del año 201 en el que se destruyó “el templo de la iglesia cristiana”. Desde la muerte de Septimio Severo hasta la de Felipe el Arabe (211-249) hubo un periodo de tolerancia que favoreció el nacimiento de la primera arquitectura cristiana. Además de la paz concedida a los cristianos por el emperador Galieno (260). Pero esta situación iba a durar escaso tiempo. Con la sangrienta persecución de Diocleciano y el edicto de febrero del 303 se ordena la destrucción de las iglesias cristianas, por eso no nos han llegado restos de ninguna de ellas. Un texto de Lactancio testifica con detalle el fin de la basílica de Nicomedia: Vinieron por tanto los pretorianos en escuadrón formado, con hachas y otros instrumentos de hierro, y, puestos a la obra, en pocas horas derribaron hasta el suelo aquel elevado templo… Al día siguiente se publicaba el edicto que disponía que cuantos pertenecieran a aquella Religión fueran despojados de todo honor y dignidad (De mortibus persecutorum, XII: PL 7, 213).

Me temo que no voy a poder darte muchos datos de la estructura y configuración de estas basílicas. Las fuentes literarias no nos proporcionan detalles al respecto. De la arqueología podemos extraer algunas conclusiones, aunque en la interpretación de los hallazgos existe diversidad de opiniones. Mientras unos buscan su origen en la vivienda romana, otros en la basílica civil. No me parece extraño que intervinieran ambas. Era fácil que retomasen el modelo basilical por su monumentalidad, su bella columnata interior o la forma de sus cubiertas. Sin embargo, adoptarían el atrium de las casas romanas. También es probable que, en cuanto a los ábsides, se inspirasen en las exedras civiles y otros lugares de reunión social.

En cualquier caso, contamos con dos modelos de edificaciones en el siglo III. Por un lado, una basílica de planta rectangular dividida en tres naves por hileras de columnas, con un nicho semicircular en la cabecera. Por otro, el martyrium, una construcción de planta centrada dedicada a la memoria de un mártir y erigida sobre el lugar de su muerte. ¿Sabes? Este tipo de edificación fue el origen de la basílica de San Pedro en el Vaticano; conmueve el testimonio escrito de un presbítero, Gaius, que en el año 200 estuvo ante el martyrium de Pedro.

Hasta aquí, los testimonios de historiadores y arqueólogos. Pero permíteme exponerte la reflexión de un teólogo que aporta mucha lucidez. Se trata nada menos que de Ratzinger, hoy Benedicto XVI. En su obra El espíritu de la liturgia, siguiendo a Bouyer Baracaldo, afirma que el templo cristiano nace en continuidad con la sinagoga, tanto en su configuración arquitectónica como cultual, para después adquirir su especificidad por la comunión con Jesucristo. La sinagoga contaba con dos puntos neurálgicos: la cátedra de Moisés, desde la que Dios hablaba a través del rabino, y el Sancta Santorum, el lugar más sagrado, inicialmente sólo ocupado por el Arca de la Alianza. Esta constituía una especie de trono en el que se posaba la shekiná, la nube de la presencia de Dios. Pero el Arca se perdió durante el exilio y el Santo de los Santos quedó vacío, convirtiéndose en un lugar de espera, de esperanza en que Dios mismo restaurase su trono. Tras la pérdida del Arca, la urna con los rollos de la Torá pasó a ocupar su lugar, protegida por un velo y acompañada por la Menorah, el candelabro de siete brazos. Del mismo modo, con la destrucción del templo de Jerusalén, la mirada del pueblo judío se volvió hacia aquella tierra. Si el Santo de los Santos vacío expresó la esperanza, ahora el templo destruido es el que espera el regreso de la shekiná. Quien ha tenido la oportunidad de acudir al Muro de las Lamentaciones, se habrá conmovido al ver al pueblo judío llorando por la pérdida de su templo. Yo he sido testigo, y te aseguro que es un espectáculo impresionante de fe y esperanza.

De la presencia de Cristo en la tierra resultan tres innovaciones que, partiendo de este modelo, le otorgan un nuevo sentido. La sinagoga no había creado una estética propia, más bien había adaptado el modelo basilical, pero orientada nostálgicamente al templo de Jerusalén. También los primeros templos cristianos siguieron el mismo modelo, pero en vez de dirigirse hacia Jerusalén, la orientación se cambió hacia el este, mirando al sol naciente, imagen de Cristo. No se conoce el origen de ese cambio, pero es una tradición apostólica que desde épocas muy tempranas caracterizó la arquitectura cristiana. No se trata de un culto al sol, como se ha afirmado, sino de contemplar el modo en el que el cosmos habla de Cristo. Si el templo de piedra simboliza la esperanza de los judíos, los cristianos sabemos que Cristo es el lugar de la shekiná, el trono vivo de Dios.

Una segunda novedad frente a la sinagoga irrumpirá con la aparición del altar sobre el que se celebrará el sacrificio eucarístico, junto al muro oriental. Este altar no sólo mira hacia el Oriente, sino que también forma parte de él. Había surgido un nuevo centro de gravedad. Como aún sucede hoy, el altar es el lugar del cielo abierto, sobre el que converge el universo.

Como tercera novedad, a la Torá no sólo se añaden los Evangelios, sino que se constituyen en la clave necesaria para comprender verdaderamente la Torá, el Antiguo Testamento. Así, de la cátedra de Moisés se pasó a la silla del Obispo o a la sede del sacerdote. No sé si te has dado cuenta de un detalle, en las liturgias actuales más solemnes todavía se repite un rito propio de las más primitivas iglesias cristianas, las de Siria. Se trata de la entronización del libro de los Evangelios. Este gesto no sólo expresa la dignidad de la Sagrada Escritura, sino que responde a una costumbre derivada de la persecución de Diocleciano. En aquella época sangrienta, los funcionarios imperiales cumplían estrictamente las órdenes de apoderarse de las Sagradas Escrituras que encontrasen, por lo cual los cristianos las escondían en lugares secretos y sólo se exponían al público en sus liturgias.

 Concluyendo, la estructura de la iglesia cristiana primitiva tiene dos lugares litúrgicos: el de la liturgia de la Palabra, en el centro del espacio, en el que se encontraba el trono del Evangelio, la silla del Obispo y el ambón. En segundo lugar, el  sacrificio eucarístico se celebraba en el ábside, junto al altar que mira al Oriente, rodeado por los fieles a los que, también como una novedad aportada por el cristianismo, se incorporan las mujeres.

Sorprendentemente, comprobarás que a lo largo de más de veinte siglos, la Iglesia ha sido fiel a esta disposición inicial y hoy encontramos en nuestras asambleas una estructura con escasas variantes.

miércoles, 18 de enero de 2012

ARTE Y EVANGELIO: UNA HISTORIA DE AMOR




ARTE Y EVANGELIO: UNA HISTORIA DE AMOR

 Existe una preciosa historia de amor entre el arte y el Evangelio cuyo trazado vamos a sobrevolar.
           El arte cristiano se inició en un momento histórico crucial: el del tránsito de la antigüedad pagana a la cristiandad. La expansión del cristianismo supuso un cambio total de paradigma intelectual y cultural de profundas raíces civilizadoras. El cristianismo vio la necesidad de adaptar la cultura pagana a las exigencias del nuevo modo de vida y de concebir el mundo. Este esfuerzo, aunque en muchos casos condujo al martirio, supuso una extraordinaria aportación cultural para la sociedad, ya que la decadencia helenística se veía suplida por un horizonte que abordaba todo lo humano con un impulso nuevo y que se manifestaba como el acontecimiento más civilizador que había sucedido en la historia. En el contexto de una dura persecución, lo que para los primeros cristianos era una experiencia religiosa a través del signo, dio origen a una experiencia artística.

La historia de la Iglesia es testigo de que todas sus expresiones culturales son fruto del celo por anunciar el Evangelio. La Iglesia, deseosa de llevar la Buena Noticia a todas las gentes, siempre ha buscado diversos modos de hacer palpable a Cristo, ya desde las catacumbas. Siguiendo a Juan Pablo II: “El arte de inspiración cristiana comenzó de manera silenciosa, estrechamente vinculado a la necesidad de los creyentes de buscar signos con los que expresar, basándose en la Escritura, los misterios de la fe  y de disponer al mismo tiempo de un `código simbólico´, gracias al cual poder reconocerse e identificarse, especialmente en los tiempos difíciles de persecución”  (Carta a los artistas, 7).

En efecto, urgidos por la necesidad de expresarse, reconocerse, identificarse, especialmente en medio de la persecución, los cristianos, inspirándose en las Escrituras y en los misterios de la fe, se servirán de los signos y los símbolos. El pez, los panes, el pastor o el maestro evocan el misterio y trazan los primeros esbozos de un arte nuevo.

Más tarde, con la libertad de culto proclamada por Constantino, el arte experimentará una nueva evolución, moldeándose para el culto. En este clima, la arquitectura, hasta ahora postergada, pasará a primer plano. Mientras esta diseñaba el espacio sagrado, la escultura y la pintura se alimentaban con el interés por proponer el misterio de Cristo a los más sencillos.

          A la vez que se desarrolla el gusto por la figuración, el mundo asiste a una explosión iconográfica que duró varios siglos. La Sagrada Escritura se convertía en un “inmenso vocabulario” como decía Paul Claudel. No sólo por el abanico de relatos e imágenes que desplegaba el Nuevo Testamento, sino porque, a la luz de este, también el Antiguo Testamento cobraba un nuevo sentido y se convertía en fuente de inspiración.

Eran tiempos en los que sólo los fieles con mayor nivel cultural podían acceder directamente a la lectura de los textos evangélicos o de los documentos del magisterio de la Iglesia. Para el resto de los creyentes, la Iglesia supo encontrar otras vías, como el lenguaje de la música o la imagen artística. En épocas de escasa alfabetización, el pueblo aprendía las verdades de la fe en los muros de las iglesias mejor que en un libro abierto. El arte se convertía en el cauce privilegiado para expresar y comunicar la fe, acompañando el culto y la vida cristiana en un diálogo fecundo. Las basílicas se transformaban para adaptarse a las exigencias del culto y a las celebraciones solemnes de la liturgia; la necesidad de proponer el misterio a los sencillos suscitaba las primeras manifestaciones de la pintura, mosaicos, esculturas; las controversias cristológicas tenían su respuesta en la representación del Cristo Pantócrator, Señor del tiempo y de la historia, verdadero Dios y verdadero hombre. Surgían las primeras expresiones poéticas y literarias, que alcanzaran con frecuencia un alto valor teológico y artístico; Gregorio Magno, con la compilación del Antiphonarium, ponía las bases para el desarrollo de la música sacra, llegando a ser el canto gregoriano la expresión melódica característica de la fe de la Iglesia en la celebración litúrgica de los sagrados misterios.

         Sin pretenderlo, a lo largo de este proceso, la Iglesia fue configurando un impresionante acervo patrimonial que suponía una aportación sin precedentes en la historia. La presencia de Cristo en el mundo, de la misma manera que supuso un giro radical en la concepción de Dios, del hombre y del mundo, también provocó una auténtica revolución cultural.

En la Edad Media de modo especial, el patrimonio cultural de la Iglesia se erigía en un recurso de extraordinaria eficacia en la transmisión de la fe. El culto encontraba en el arte un aliado natural, la música se presentaba como un apoyo esencial en la liturgia, las imágenes eran portadoras de mensajes explícitos para los creyentes. El arte sacro, en general, asociaba a su valor estético el catequético y didascálico como parte de su propia esencia, expresando una comunidad de fe, esperanza y caridad.

La sencillez del románico y el esplendor del gótico no expresaban únicamente el genio de los artistas, sino el alma de un pueblo configurado gracias a la fe. Toda la cultura estaba impregnada del Evangelio y se derramaba sobre la humanidad.

            Ha sido una alianza perenne que no sólo ha abarcado la Edad Media, sino que ha atravesado el Renacimiento, con obras religiosas de la talla de la Capilla Sixtina, que recoge el drama y el misterio del mundo, presentando a la Iglesia como compañera de viaje de cada hombre que busca a Dios. O el dinamismo del Barroco que reviste el interior de muchas iglesias, colmando nuestra vida de imágenes de devoción y de culto a las que dirigirnos. Es cierto que la historia se complica en la Edad Moderna, pero incluso entonces se ha entablado un diálogo, aunque a veces fuese de desamor, como ya veremos.

          Crisis en la alianza arte-fe

            Si la fe ha sido el principal motor del arte a lo largo de la historia no ha sido tanto por el enriquecimiento temático, ni por poblar el mundo de una belleza fruto del encuentro con Jesucristo, ni por su indiscutible mecenazgo, sino sobre todo porque proyecta una mirada sobre la creación que despierta la creatividad. De ahí que la pérdida de la fe constituya también una inmensa pérdida para la cultura y para el arte.

De hecho, con el transcurso de los siglos, la secularización ha ido alimentando un proceso de pérdida de significado. La ruptura entre el Evangelio y la cultura, entre la fe y la vida, ha desencadenado un proceso que se ha ido agravando en los últimos tiempos, hasta situarnos en un contexto en el que aquellas expresiones culturales tan plenas de sentido para los fieles, precisan de una interpretación que les devuelva su carácter originario.

El pintor Kandinsky, en su obra “De lo espiritual en el arte” hacía una afirmación que mantiene una impresionante vigencia: “los períodos en los que el arte no tiene grandes hombres, en los que falta el pan metafórico, son períodos de decadencia espiritual (...) en las épocas silenciosas y ciegas los hombres dan importancia sólo al éxito exterior, se preocupan únicamente de los bienes materiales y saludan como una gran empresa al progreso técnico, que aprovecha y solo puede aprovecharse del cuerpo”.

El cardenal Rouco, en una entrevista concedida a Zenit (tras la culminación de la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio para la Cultura bajo el tema de la vía de la belleza como camino privilegiado de evangelización y diálogo), se hacía eco de la intuición de Kandisky: “La ideología laicista... produce un ambiente en el que es muy difícil que el hombre pueda vivir una experiencia de lo bello e incluso de libertad. Entre la experiencia de lo bello y de la libertad, en el sentido más hondo y noble de la expresión, hay una estrecha relación, como también la hay entre la verdad, el bien y la belleza”. Se trata de una causa insospechada de la crisis del arte que conocemos actualmente.

            Hoy, más que nunca, la Iglesia tiene la misión de descubrir la belleza que hay en el mundo y mostrarla al hombre como motivo de alegría y esperanza, como estímulo a la libertad. Quiere ofrecerse, más que como principio ético, como un principio estético que atraiga y fascine al hombre actual. Si no hay estética sin ética, tampoco hay ética sin estética? Yo creo que una vida ética conlleva una preocupación estética. De hecho, la vida cristiana no es un comportamiento moral, sino una Buena Noticia, una fiesta a disfrutar en la que la estética tiene un papel que jugar.

En el clima de un mal llamado humanismo que cree encontrar su identidad en oposición a Dios, la moderna separación entre arte y fe responde a la renuncia a la verdadera belleza. Aquí entra la responsabilidad del arte cristiano, cuya misión se encuentra hoy entre dos fuegos. Debe oponerse al culto de lo feo que nos induce a pensar que toda belleza es un engaño. Pero también debe contrarrestar la belleza superficial que, eliminando el sufrimiento, empequeñece al hombre.

ARTE CRISTIANO Y ARTE SACRO





ARTE CRISTIANO Y ARTE SACRO

Me gusta como lo plantea Maritain en su libro Arte y Escolástica: “El arte cristiano no es una especie particular del género arte; (…) se define por el sujeto en quien se da y por el espíritu de donde procede; se dice arte cristiano o arte de cristiano como se dice arte de abeja o arte de hombre. Es el arte de la humanidad redimida. Está plantado en el alma cristiana, al borde de las aguas vivas, bajo el cielo de las virtudes teologales, entre los soplos de los siete dones del Espíritu. Es natural que dé frutos cristianos. Todo le pertenece, lo profano como lo sagrado. Hasta donde se extienda la industria y el gozo del hombre, hasta allí extiende su dominio el arte cristiano. (…) Si queréis hacer una obra cristiana, sed cristiano”. Es un pensamiento provocador ¿verdad? Pero no se trata de ser cristiano al modo del fariseo, sino como el Hijo pródigo de la parábola, que aunque sabe que no es digno, corre al encuentro del Padre para dejarse abrazar.

Uno de mis pintores favoritos, el beatificado Fra Ángelico, es aún más radical. La única sentencia que se le conoce es la siguiente: “Para pintar las cosas de Cristo hay que vivir con Cristo”.

Esa es la única clave que convierte el arte en cristiano. No hay una técnica propia, ni un estilo, ni un sistema de reglas o un modo de hacer propio del artista, y a pesar de todo, las obras de arte cristiano tienen un “aire de familia”, porque pertenecen a la misma tradición.

Estas características se acentúan en el caso del arte sacro. Fíjate que utilizo el término “sacro”. Con frecuencia se habla indistintamente de arte sacro o de arte cristiano, pero no se identifican. No todo el arte cristiano es sacro.

Para evitarte confusiones voy a simplificar: el arte sacro es aquel cuyas obras se destinan por su propia naturaleza al culto divino. En realidad, podría afirmarse que no se diferencia sólo en el destino, sino en el carácter y la inspiración de la obra. Tiene exigencias propias. Requiere que sea legible, riguroso teológicamente y susceptible de producir emoción religiosa. No puede surgir de la subjetividad aislada (en realidad, ningún arte debería intentarlo). El arte sacro está íntimamente relacionado con la Liturgia, por eso presupone un sujeto formado en la Iglesia y abierto al nosotros. Es así de sencillo, y tan radical como la afirmación que realiza Ratzinger, nuestro amado Benedicto XVI, en su publicación El espíritu de la liturgia: “Sin fe no existe un arte adecuado a la liturgia”. El arte no puede producirse por una exigencia, siempre es un don, como la inspiración.

Si quieres comprender la trascendencia del arte sacro en la vida de la Iglesia tienes que leer la Constitución sobre la sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium. En su capítulo VII, El arte y los objetos sagrados (puedes leerlo en apenas unos minutos porque es muy breve) el número 122 se refiere al arte sacro como la cumbre del arte religioso y declara: (refiriéndose al arte religioso y sacro)… “están relacionados, por su naturaleza, con la infinita belleza divina, que se intenta expresar, de algún modo, en las obras humanas. Y tanto más se dedican a Dios y contribuyen a su alabanza y a su gloria cuanto más lejos están de todo propósito que no sea colaborar lo más posible con sus obras a dirigir las almas de los hombres piadosamente hacia Dios”.

Pero sobre todo, me resulta imprescindible que leas la “Carta a los Artistas” de Juan Pablo II, el más lúcido “artista de la vida” que he conocido. Te aseguro que es una auténtica joya, y sé que te abrirá un horizonte nuevo. A pesar de su brevedad, proporciona una serie de intuiciones geniales sobre la relación entre el arte, la fe, y la cotidianeidad del ser humano. Te anticipo una de sus perlas (la encontrarás en el número 14): Todo ser humano es, en cierto sentido, un desconocido para sí mismo. Jesucristo no solamente revela a Dios, sino que “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre”. La cita que recoge entre comillas pertenece a la Constitución Pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II. Se trata de una frase clave, la más repetida en todo el Magisterio de Juan Pablo II. Expresa una idea que puede cambiar la vida ¿no te parece?

Pero no quiero dispersarme. Volviendo al arte sacro, hablar de él es hablar de liturgia, porque ambos van indisolublemente unidos. La celebración de la fe provoca una dinámica que conlleva una estética concreta. La propia liturgia es la más bella de las obras de arte, que, por su misma naturaleza, exige que las cosas destinadas al culto sagrado sean “dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades celestiales” (Sacrosanctum Concilium 122).

            Al igual que la liturgia comprende varios lenguajes: verbal, visual, gestual, procesional o musical; de modo análogo se comporta el arte sacro: “el arte sacro debe tender a darnos una síntesis visual de todas las dimensiones de nuestra fe. El arte de Iglesia debe procurar hablar la “lengua” de la Encarnación y expresar, con los elementos de la materia `a Aquél que se ha dignado habitar en la materia y llevar a cabo nuestra salvación a través de la materia´ según la bella fórmula de San Juan Damasceno” (Juan Pablo II, Duodecimun Saeculum 11).

            La visibilidad, pues, es el lenguaje específico y omnicomprensivo del arte y la liturgia. En ella el lenguaje gestual tiene que ser visto, ha de manifestarse (¿sabes que esta palabra deriva de la posición expresiva de las manos?). La Constitución Sacrosanctum Concilium alude a esta realidad: “Los mismos signos visibles que usa la sagrada liturgia han sido escogidos por Cristo o por la Iglesia para significar realidades divinas invisibles. (SC 33).

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¿QUÉ ES EL ARTE?



  ¿QUÉ ES EL ARTE?

Todos hablamos con facilidad del arte. Pero… ¿quién se atreve a definirlo? ¡Cuántos grandes pensadores lo han intentado¡ Comienzo con algunas citas que me resultan sugerentes:

-   El arte es el hombre agregado a la naturaleza . Vicent van Gogh

-   El arte es una armonía que corre paralela a la naturaleza. Cézanne

-  El arte es la expresión de los más profundos pensamientos por el camino más sencillo. Albert Einstein

-   El arte es sobre todo un estado del alma. Marc Chagall

-   El arte no es una cosa, sino un camino. Elbert Hubbard

-   El arte sucede. James Whistler

-   Arte significa: dentro de cada cosa mostrar a Dios. Hermann Hesse

            ¿Me dejas ahora que lo intente yo?

El arte es una llamada al Misterio. Tiene la capacidad de hacer perceptible y fascinante lo invisible. Rompe el recinto estrecho de lo finito para abrir una ventana al infinito y diseñar un destino mejor para el hombre. Da un alma al mundo.

Vamos a abordarlo ahora de un modo menos poético, pero más riguroso: La mayoría de las definiciones del arte que se han formulado a lo largo de la historia se centran en tres aspectos: conocer, expresar y hacer. Siguiendo la Estética de bolsillo de Pablo Blanco, para algunos pensadores prima el conocimiento y lo intelectual sobre lo manual, convirtiendo el arte en una especie de visión a la que solo pueden acceder un grupo de privilegiados. En una segunda concepción, lo esencial al arte son los sentimientos que expresa. Si antes primaba la cabeza, ahora lo hace el corazón. Para un tercer grupo, el arte está centrado en las manos, sobre todo es un “hacer”, el trabajo más puramente artesanal de la obra artística. En realidad, todos esos elementos son imprescindibles para el trabajo artístico: conocer, sentir, saber hacer y hacer. Sin embargo, no son suficientes para diferenciar la obra de arte de cualquier producto estético. La obra de arte no sólo es una forma, sino que es una forma pura y real plasmada en la materia que busca, por encima de todo, su perfección estética. La obra de arte está compuesta de materia y espíritu, de cuerpo y de alma, vinculadas en una inseparable unidad.

Es así de sencillo: toda obra de arte auténtica es escatológica, porque refiere el mundo más allá de sí mismo; esboza algo que está por venir. Es una promesa.

El arte refuerza lo mejor de lo que es capaz el ser humano: la esperanza, la fe, el amor, la belleza, la devoción, o lo que uno sueña y espera. Se convierte en anuncio celeste. Porque las verdaderas obras de arte no pueden evitar testimoniar que su fuente y su origen es el mismo Dios. Trazan un camino hacia el Creador que el hombre puede recorrer.
En cuanto al arte específicamente cristiano, esta cuestión es aún más compleja, porque no tiene sentido aplicar “cristiano” como un apellido del arte sin más. Pero… ¿cuándo calificamos el arte como cristiano?

martes, 17 de enero de 2012

LA PASTORAL DE LA BELLEZA


                            LA PASTORAL DE LA BELLEZA

En palabras del cardenal Ratzinger, hoy Santo Padre Benedicto XVI: “la verdadera apología del cristianismo, la demostración más convincente de su verdad contra todo lo que lo niega, la constituyen, por un lado, los santos, y por otro la belleza que la fe ha generado. Para que hoy la fe se pueda extender, tenemos que conducirnos a nosotros mismos y guiar a las personas con las que nos encontramos al encuentro con los santos y a entrar en contacto con lo bello” (Mensaje a los participantes en el Meeting de Rímini ; 24-30 Agosto 2002)

       En las circunstancias que hoy vivimos, estas palabras cobran una enorme actualidad. La santidad a la que se refiere el texto no es incompatible con la realidad del pecado, sino que la trasciende. Junto al arte de la santidad, la contemplación de la belleza es el recurso más eficaz para evangelizar a un pueblo cada vez más lejano a las verdades de la fe. Porque la belleza tiene más fuerza de transformación que la metafísica y la ética. Tiene el poder de dignificar la vida de las personas. Por supuesto, no se trata de recurrir a un mero esteticismo, sino de subyugar con una belleza que constituye una forma superior de conocimiento, porque remite a la belleza de Cristo.

La historia de la conversión del célebre diplomático y poeta Paul Claudel supone un precioso testimonio de esta realidad. Al atardecer de un día de Navidad de 1868, Claudel acudió al rezo de vísperas en la Catedral de Notre - Dame de París. Su intención no era en absoluto religiosa, sino la de sumergirse en el cálido ambiente de la música sacra navideña. Sin embargo, él mismo confesó que su agnosticismo se vio repentinamente envuelto en la belleza de la música y de aquellas paredes, y que a partir de entonces supo que su único hogar era la Iglesia.

Podemos hablar de una pastoral de la belleza que la Iglesia, quizá sin expresarlo de ese modo, ha desarrollado desde las catacumbas. La fe es generadora de cultura y de arte. Es cierto que el Antiguo Testamento prohibía la representación de imágenes, pero con la aparición de Cristo en el mundo, Dios responde a la necesidad que tiene el hombre de palpar su presencia. Cristo es la visibilidad del Dios invisible, por eso la Encarnación constituye la mejor apología de la representatividad de lo divino.

Permíteme compartir contigo una inquietud: mostrar esa Belleza a los hombres es una tarea urgente. ¿Habrá muchos cristianos que sepan hacerlo? No me cabe duda de que es la belleza de la vida del cristiano la que hace posible la esperanza de los hombres. Una belleza que coincide con el amor a la vida, con la búsqueda de la verdad, con la pasión por la libertad, con una esperanza fundada en un Hecho presente que nos hace mirar hacia el futuro sin temor. Sin partir de todo esto no es posible hablar del verdadero arte.

Me impresiona la lucidez de estas palabras del Cardenal Danneels, arzobispo de Bruselas, afirmadas durante el Jubileo de Artistas del 2000 en Roma: “Me pregunto si la belleza no es el camino por excelencia para encontrar a Dios. Dios es evidentemente, verdad, bondad y belleza. Aunque si Dios es verdad, no creo que nuestros contemporáneos, entren fácilmente por este camino (…) ¿Qué es la verdad? Somos todos pequeños Pilatos que se preguntan esto. La verdad no interesa en primer lugar, es inaccesible, y cuando alguno la encuentra es sospechoso de ser  pretencioso y arrogante. Ahora, llegar a Dios a través de la puerta de lo bueno y del bien hoy es más difícil: si Dios es bueno, incluso eso es demasiado bueno para mí. No soy capaz de hacer el bien, y la ética es una puerta difícil para tener acceso a Dios en nuestros días. Estamos profundamente convencidos por la experiencia, y también un poco por miedo, que somos incapaces de vivir ética y moralmente. Un Dios perfecto nos desanima y un Dios verdadero nos sobrepasa. Pero si entramos por la puerta de la Belleza, cae toda resistencia. Probad con los jóvenes. Habladles de Dios como fuente de lo verdadero, de la gran verdad: todos duermen. Habladles de Dios como ejemplo de moralidad: se ponen de mal humor. Pero mostradles que Dios es belleza, en su Biblia, en su creación, en el hombre, en la pareja, en Jesús, en las obras de arte, en la historia del arte, en los iconos, en el arte del Renacimiento, en las pequeñas iglesias románicas, mostradles la belleza de Dios diciendo que él es la belleza misma, no afirmo que se convertirán todos, pero al menos no habrá resistencia”.

¿No te parece que esta reflexión es rotundamente certera?, ¿no es verdad que la obra de arte tiene algo que no muere, que es capaz de hacer al hombre mirar al Cielo?

LA BELLEZA SALVARÁ AL MUNDO




   LA BELLEZA SALVARÁ AL MUNDO

Antes de aprender a contemplar el arte cristiano, es necesario detenerse en la capacidad de la belleza para transformar el corazón del hombre, y en el modo en el que Dios se muestra a través de ella. No es posible llegar a entender la arquitectura de una catedral o la iconografía de un lienzo sin sumergirse en esta reflexión.

La belleza tiene el poder de dignificar la vida de las personas. Las razones que aporta el psiquiatra Víktor E. Frankl en su obra El hombre en busca de sentido son provocadoras. Se trata de un relato de carácter autobiográfico en el que Frankl narra su experiencia en un campo de concentración, analizando las reacciones psicológicas que sufrían los seres humanos en esa situación. Cuando lo leí, me llamó poderosamente la atención que, para explicar las causas de los continuos intentos de suicidio y la agresividad entre los propios compañeros, apuntaba a la ausencia de belleza. Según su diagnóstico profesional, la fealdad que los rodeaba era una de las causas principales de perder el gusto por la vida. Es sorprendente que en una situación límite, en la que la vida está en juego, el hecho de vivir sin presencia de ningún tipo de belleza fuese relevante. Comentaba la fascinación que sentían aquellos condenados ante el espectáculo de un simple amanecer. Era este elemental contacto con la belleza, lo que renovaba sus ganas de vivir.

         En una época como la nuestra, en la que se desconfía de la existencia de la verdad y de un bien universal, la belleza se ofrece como un lugar de encuentro; porque entre la verdad, el bien y la belleza hay una estrecha relación. Como dice el teólogo Hans Urs von Balthasar, la belleza reclama para sí tanto valor y fuerza de decisión como la verdad y el bien. Y no se deja separar ni alejar de sus dos hermanas sin arrastrarlas consigo en una misteriosa venganza. Afirma que quien frivoliza sobre la belleza ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar.

En un mundo sin belleza, la verdad se disuelve porque ya nunca se afirma, sólo se discute. ¿No es cierto que hoy, afirmar una verdad como tal se percibe como una  intolerancia que resulta paradójicamente intolerable? Sin embargo, la belleza no es una ornamentación que se añade como la guinda a un pastel, sino la señal de una plenitud, de que el ser ha llegado a ser como debe. Por eso toda belleza constituye el esplendor de la verdad. Descubrir la belleza que hay en el mundo y mostrarla al hombre no sólo es motivo de esperanza, sino estímulo a la libertad y a la alegría de vivir.

            Por otra parte, la belleza es expresión visible del bien. Lo comprendían muy bien los griegos, que incluso acuñaron un término que englobaba unitariamente los conceptos de belleza y bondad: kalokagathia. ¿No has comprobado que el encuentro con la Belleza nos saca de nosotros mismos, nos eleva de nuestras miserias y nos enseña a habitar en el mundo?

La obra El idiota de Dostoievski profetiza que “la belleza salvará al mundo”.  Es una frase muy citada, pero nadie suele mencionar que, para el autor, la Belleza es Cristo. Un Cristo que los Salmos describen como “el más bello de los hombres” al mismo tiempo que Isaías, profetizando su pasión, declara tan despreciable que “no tenía apariencia ni presencia”.

Hoy no nos atrevemos a seguir creyendo en esta belleza que está ligada a la humildad, y por esto somos incapaces de descubrir la hermosura de nuestra historia, de todo lo que nos rodea, incluso de aquello que no entendemos. La hemos convertido en una mera apariencia para poder librarnos de ella sin remordimientos.  

            Es cierto que Dios no es el único que se reviste de belleza; el mal lo imita e introduce una beldad ambigua. Ejerciendo su fascinación para usurpar el sitio al Absoluto, ultraja y traiciona a la belleza misma. Junto a la muerte de Dios, en nuestra época se habla de la muerte de la belleza, vejada y desplazada por el culto a lo grotesco. Pero aunque la belleza no siempre es verdadera, la verdad siempre es belleza.

            Más importante que cerrar los ojos a la falsa belleza es abrirlos a la Belleza verdadera, que encuentra su plenitud en Cristo: el Amor crucificado. En su misterio pascual, Él se despoja de toda belleza, dejándose desfigurar hasta no parecer siquiera humano. Así proclamaba que la belleza del amor es superior al amor de la belleza. Parece un trabalenguas, pero está lleno de sentido.

La contemplación de la belleza es un recurso contra la tristeza. Hay mucha belleza en nuestra vida, pero hay que saberla mirar. La belleza es un antídoto al pesimismo, un milagro del cual el hombre se convierte involuntariamente en testigo. Nace de un encuentro y constituye una sacudida que despierta el deseo de infinito y suscita nostalgia de Dios.

Pero aún así, la belleza no es un punto de llegada, sino una invitación a emprender el camino. No tiene sentido permanecer en las tres tiendas que pedía Pedro ante la experiencia de la Transfiguración. Porque la belleza no es posesión sino don.

¿No has percibido ya por tu propia experiencia que la vida humana no se realiza por sí misma? Nuestra vida es un proyecto incompleto. Dios ha creado al hombre lo menos posible, encomendándole la tarea de acabar su obra. El espacio que media entre esa creación inacabada y su divina perfección constituye un campo ilimitado abierto a nuestra libertad con vistas a hacer de nosotros artistas apasionados de nuestra semejanza con Dios.

El cristiano es el lugar elegido por Dios para que el mundo Lo encuentre. Esa es una responsabilidad que nos erige en artistas y convierte toda nuestra vida en una obra de arte.

La Belleza es el lenguaje con el que Dios se dirige a los hombres. Tiende un puente hacia el Cielo, combatiendo la desesperanza y constituyendo un don precioso para la humanidad. La primera reacción ante ella es el asombro, única actitud apropiada ante la sacralidad de la vida y las maravillas del Universo, y no olvides que el asombro es renovador continuo de las artes.

La filósofa francesa Simone Weil escribía: En todo aquello que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de lo bello, está realmente la presencia de Dios. Hay casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, del cual la belleza es un signo. Lo bello es la prueba experimental de que la encarnación es posible. Por esto, cada arte de primer orden es, por su esencia, religioso.

Sin embargo, como un fruto del dualismo, en la época moderna se ha producido una separación entre la teología y la belleza, en otro tiempo inseparables. Pero al mismo tiempo, el hombre de hoy se encuentra particularmente fascinado por la belleza. Parece que la estética haya sustituido a la ética. Pero no hay estética sin ética. Fuera de este binomio sólo se encuentra una belleza hedonista como la que aborda Oscar Wilde en su obra El retrato de Dorian Gray. Impresiona la descripción del modo en que las malas acciones del bellísimo Dorian van deformando su retrato con muecas de monstruosa fealdad.

En el siglo XXI, la estética ha irrumpido en la vida y se ha convertido en un fenómeno de masas. El arte es un mercado, y con él, la belleza se convierte en un objeto de consumo. El arte parece reconciliarse con determinado tipo de belleza. Pero… ¿se trata de la verdadera belleza?

Es curioso que, de acuerdo con el relativismo actual y la duda generalizada de que existan verdades absolutas, muchos afirman que una obra de arte nos parece bella por ciertos convencionalismos, o bien que “sobre gustos no hay nada escrito”, en fin, que la apreciación de la belleza es profundamente subjetiva. Pero no es cierto. Existe en la obra de arte bien realizada un orden interno que, aunque no lo conozcamos, sí podemos apreciar de forma natural. Esta realidad se muestra de un modo muy evidente en el caso de la música. El que la armonía clásica se base en los acordes de fundamental, subdominante y dominante, no es un convencionalismo, sino que esos son los subtonos que aparecen más intensamente cuando se produce la vibración de un cuerpo sonoro. Es pura física. Ya Pitágoras se preguntaba por qué unos intervalos nos parecían más agradables que otros. El gusto por las disonancias sólo tiene sentido cuando la expresividad de la música lo requiere, y siempre de forma fugaz. Y aunque sea menos obvio, del mismo modo sucede con la apreciación estética de una pintura, o un rostro bello.

Es verdad que hay una belleza falaz y cegadora que, en vez de abrir un horizonte, encarcela a los hombres en sí mismos. Se trata de una belleza seductora, pero hipócrita, que estimula la voluntad de poseer, y que rápidamente asume el rostro de la trasgresión. Pero la verdadera belleza siempre invita al corazón humano a salir de sí mismo para asomarse al infinito.

Desde esta perspectiva, ¿no es verdad que la única propuesta bien articulada, la única oferta de verdadera belleza que ha conocido el mundo ha sido el Evangelio?