Existe una preciosa historia de amor entre el arte y el Evangelio cuyo trazado vamos a sobrevolar.
El
arte cristiano se inició en un momento histórico crucial: el del tránsito de la
antigüedad pagana a la cristiandad. La expansión del cristianismo supuso un
cambio total de paradigma intelectual y cultural de profundas raíces
civilizadoras. El cristianismo vio la necesidad de adaptar la cultura pagana a
las exigencias del nuevo modo de vida y de concebir el mundo. Este esfuerzo,
aunque en muchos casos condujo al martirio, supuso una extraordinaria
aportación cultural para la sociedad, ya que la decadencia helenística se veía
suplida por un horizonte que abordaba todo lo humano con un impulso nuevo y que
se manifestaba como el acontecimiento más civilizador que había sucedido en la
historia. En el contexto de una dura persecución, lo que para los primeros
cristianos era una experiencia religiosa a través del signo, dio origen a una
experiencia artística.
La
historia de la Iglesia es testigo de que todas sus expresiones culturales son
fruto del celo por anunciar el Evangelio. La Iglesia, deseosa de llevar la
Buena Noticia a todas las gentes, siempre ha buscado diversos modos de hacer
palpable a Cristo, ya desde las catacumbas. Siguiendo a Juan Pablo II: “El
arte de inspiración cristiana comenzó de manera silenciosa, estrechamente
vinculado a la necesidad de los creyentes de buscar signos con los que
expresar, basándose en la Escritura, los misterios de la fe y de disponer al mismo tiempo de un
`código simbólico´, gracias al cual poder reconocerse e identificarse,
especialmente en los tiempos difíciles de persecución” (Carta a los artistas, 7).
En
efecto, urgidos por la necesidad de expresarse, reconocerse, identificarse,
especialmente en medio de la persecución, los cristianos, inspirándose en las
Escrituras y en los misterios de la fe, se servirán de los signos y los
símbolos. El pez, los panes, el pastor o el maestro evocan el misterio y trazan
los primeros esbozos de un arte nuevo.
Más
tarde, con la libertad de culto proclamada por Constantino, el arte
experimentará una nueva evolución, moldeándose para el culto. En este clima, la
arquitectura, hasta ahora postergada, pasará a primer plano. Mientras esta
diseñaba el espacio sagrado, la escultura y la pintura se alimentaban con el
interés por proponer el misterio de Cristo a los más sencillos.
A
la vez que se desarrolla el gusto por la figuración, el mundo asiste a una
explosión iconográfica que duró varios siglos. La Sagrada Escritura se
convertía en un “inmenso vocabulario” como decía Paul Claudel. No sólo por el
abanico de relatos e imágenes que desplegaba el Nuevo Testamento, sino porque,
a la luz de este, también el Antiguo Testamento cobraba un nuevo sentido y se
convertía en fuente de inspiración.
Eran tiempos en los que sólo los fieles con
mayor nivel cultural podían acceder directamente a la lectura de los textos
evangélicos o de los documentos del magisterio de la Iglesia. Para el resto de
los creyentes, la Iglesia supo encontrar otras vías, como el lenguaje de la
música o la imagen artística. En épocas de escasa alfabetización, el pueblo
aprendía las verdades de la fe en los muros de las iglesias mejor que en un
libro abierto. El arte se convertía en el cauce privilegiado para expresar y
comunicar la fe, acompañando el culto y la vida cristiana en un diálogo
fecundo. Las basílicas se transformaban para adaptarse a las exigencias del
culto y a las celebraciones solemnes de la liturgia; la necesidad de proponer
el misterio a los sencillos suscitaba las primeras manifestaciones de la
pintura, mosaicos, esculturas; las controversias cristológicas tenían su
respuesta en la representación del Cristo Pantócrator, Señor del tiempo y de la
historia, verdadero Dios y verdadero hombre. Surgían las primeras expresiones
poéticas y literarias, que alcanzaran con frecuencia un alto valor teológico y
artístico; Gregorio Magno, con la compilación del Antiphonarium, ponía
las bases para el desarrollo de la música sacra, llegando a ser el canto
gregoriano la expresión melódica característica de la fe de la Iglesia en la
celebración litúrgica de los sagrados misterios.
Sin
pretenderlo, a lo largo de este proceso, la Iglesia fue configurando un
impresionante acervo patrimonial que suponía una aportación sin precedentes en
la historia. La presencia de Cristo en el mundo, de la misma manera que supuso
un giro radical en la concepción de Dios, del hombre y del mundo, también
provocó una auténtica revolución cultural.
En
la Edad Media de modo especial, el patrimonio cultural de la Iglesia se erigía
en un recurso de extraordinaria eficacia en la transmisión de la fe. El culto
encontraba en el arte un aliado natural, la música se presentaba como un apoyo
esencial en la liturgia, las imágenes eran portadoras de mensajes explícitos
para los creyentes. El arte sacro, en general, asociaba a su valor estético el
catequético y didascálico como parte de su propia esencia, expresando una
comunidad de fe, esperanza y caridad.
La
sencillez del románico y el esplendor del gótico no expresaban únicamente el
genio de los artistas, sino el alma de un pueblo configurado gracias a la fe.
Toda la cultura estaba impregnada del Evangelio y se derramaba sobre la
humanidad.
Ha
sido una alianza perenne que no sólo ha abarcado la Edad Media, sino que ha
atravesado el Renacimiento, con obras religiosas de la talla de la Capilla
Sixtina, que recoge el drama y el misterio del mundo, presentando a la Iglesia
como compañera de viaje de cada hombre que busca a Dios. O el dinamismo del
Barroco que reviste el interior de muchas iglesias, colmando nuestra vida de
imágenes de devoción y de culto a las que dirigirnos. Es cierto que la historia
se complica en la Edad Moderna, pero incluso entonces se ha entablado un
diálogo, aunque a veces fuese de desamor, como ya veremos.
Si
la fe ha sido el principal motor del arte a lo largo de la historia no ha sido
tanto por el enriquecimiento temático, ni por poblar el mundo de una belleza
fruto del encuentro con Jesucristo, ni por su indiscutible mecenazgo, sino
sobre todo porque proyecta una mirada sobre la creación que despierta la
creatividad. De ahí que la pérdida de la fe constituya también una inmensa
pérdida para la cultura y para el arte.
De
hecho, con el transcurso de los siglos, la secularización ha ido alimentando un
proceso de pérdida de significado. La ruptura entre el Evangelio y la cultura,
entre la fe y la vida, ha desencadenado un proceso que se ha ido agravando en
los últimos tiempos, hasta situarnos en un contexto en el que aquellas
expresiones culturales tan plenas de sentido para los fieles, precisan de una
interpretación que les devuelva su carácter originario.
El
pintor Kandinsky, en su obra “De lo espiritual en el arte” hacía una
afirmación que mantiene una impresionante vigencia: “los períodos en los que
el arte no tiene grandes hombres, en los que falta el pan metafórico, son
períodos de decadencia espiritual (...) en las épocas silenciosas y ciegas los
hombres dan importancia sólo al éxito exterior, se preocupan únicamente de los
bienes materiales y saludan como una gran empresa al progreso técnico, que
aprovecha y solo puede aprovecharse del cuerpo”.
El
cardenal Rouco, en una entrevista concedida a Zenit (tras la culminación de la
Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio para la Cultura bajo el tema de la
vía de la belleza como camino privilegiado de evangelización y diálogo), se
hacía eco de la intuición de Kandisky: “La ideología laicista... produce un
ambiente en el que es muy difícil que el hombre pueda vivir una experiencia de
lo bello e incluso de libertad. Entre la experiencia de lo bello y de la
libertad, en el sentido más hondo y noble de la expresión, hay una estrecha relación,
como también la hay entre la verdad, el bien y la belleza”. Se trata de una causa insospechada de la
crisis del arte que conocemos actualmente.
Hoy, más que nunca, la Iglesia tiene
la misión de descubrir la belleza que hay en el mundo y mostrarla al hombre
como motivo de alegría y esperanza, como estímulo a la libertad. Quiere
ofrecerse, más que como principio ético, como un principio estético que atraiga
y fascine al hombre actual. Si no hay
estética sin ética, tampoco hay ética sin estética? Yo
creo que una vida ética conlleva una preocupación estética. De hecho, la vida
cristiana no es un comportamiento moral, sino una Buena Noticia, una fiesta a
disfrutar en la que la estética tiene un papel que jugar.
En el clima de un mal llamado humanismo que cree encontrar su identidad
en oposición a Dios, la moderna separación entre arte y fe responde a la
renuncia a la verdadera belleza. Aquí entra la responsabilidad del arte cristiano, cuya misión se encuentra hoy
entre dos fuegos. Debe oponerse al culto de lo feo que nos induce a pensar que
toda belleza es un engaño. Pero también debe contrarrestar la belleza
superficial que, eliminando el sufrimiento, empequeñece al hombre.
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