miércoles, 18 de enero de 2012

ARTE Y EVANGELIO: UNA HISTORIA DE AMOR




ARTE Y EVANGELIO: UNA HISTORIA DE AMOR

 Existe una preciosa historia de amor entre el arte y el Evangelio cuyo trazado vamos a sobrevolar.
           El arte cristiano se inició en un momento histórico crucial: el del tránsito de la antigüedad pagana a la cristiandad. La expansión del cristianismo supuso un cambio total de paradigma intelectual y cultural de profundas raíces civilizadoras. El cristianismo vio la necesidad de adaptar la cultura pagana a las exigencias del nuevo modo de vida y de concebir el mundo. Este esfuerzo, aunque en muchos casos condujo al martirio, supuso una extraordinaria aportación cultural para la sociedad, ya que la decadencia helenística se veía suplida por un horizonte que abordaba todo lo humano con un impulso nuevo y que se manifestaba como el acontecimiento más civilizador que había sucedido en la historia. En el contexto de una dura persecución, lo que para los primeros cristianos era una experiencia religiosa a través del signo, dio origen a una experiencia artística.

La historia de la Iglesia es testigo de que todas sus expresiones culturales son fruto del celo por anunciar el Evangelio. La Iglesia, deseosa de llevar la Buena Noticia a todas las gentes, siempre ha buscado diversos modos de hacer palpable a Cristo, ya desde las catacumbas. Siguiendo a Juan Pablo II: “El arte de inspiración cristiana comenzó de manera silenciosa, estrechamente vinculado a la necesidad de los creyentes de buscar signos con los que expresar, basándose en la Escritura, los misterios de la fe  y de disponer al mismo tiempo de un `código simbólico´, gracias al cual poder reconocerse e identificarse, especialmente en los tiempos difíciles de persecución”  (Carta a los artistas, 7).

En efecto, urgidos por la necesidad de expresarse, reconocerse, identificarse, especialmente en medio de la persecución, los cristianos, inspirándose en las Escrituras y en los misterios de la fe, se servirán de los signos y los símbolos. El pez, los panes, el pastor o el maestro evocan el misterio y trazan los primeros esbozos de un arte nuevo.

Más tarde, con la libertad de culto proclamada por Constantino, el arte experimentará una nueva evolución, moldeándose para el culto. En este clima, la arquitectura, hasta ahora postergada, pasará a primer plano. Mientras esta diseñaba el espacio sagrado, la escultura y la pintura se alimentaban con el interés por proponer el misterio de Cristo a los más sencillos.

          A la vez que se desarrolla el gusto por la figuración, el mundo asiste a una explosión iconográfica que duró varios siglos. La Sagrada Escritura se convertía en un “inmenso vocabulario” como decía Paul Claudel. No sólo por el abanico de relatos e imágenes que desplegaba el Nuevo Testamento, sino porque, a la luz de este, también el Antiguo Testamento cobraba un nuevo sentido y se convertía en fuente de inspiración.

Eran tiempos en los que sólo los fieles con mayor nivel cultural podían acceder directamente a la lectura de los textos evangélicos o de los documentos del magisterio de la Iglesia. Para el resto de los creyentes, la Iglesia supo encontrar otras vías, como el lenguaje de la música o la imagen artística. En épocas de escasa alfabetización, el pueblo aprendía las verdades de la fe en los muros de las iglesias mejor que en un libro abierto. El arte se convertía en el cauce privilegiado para expresar y comunicar la fe, acompañando el culto y la vida cristiana en un diálogo fecundo. Las basílicas se transformaban para adaptarse a las exigencias del culto y a las celebraciones solemnes de la liturgia; la necesidad de proponer el misterio a los sencillos suscitaba las primeras manifestaciones de la pintura, mosaicos, esculturas; las controversias cristológicas tenían su respuesta en la representación del Cristo Pantócrator, Señor del tiempo y de la historia, verdadero Dios y verdadero hombre. Surgían las primeras expresiones poéticas y literarias, que alcanzaran con frecuencia un alto valor teológico y artístico; Gregorio Magno, con la compilación del Antiphonarium, ponía las bases para el desarrollo de la música sacra, llegando a ser el canto gregoriano la expresión melódica característica de la fe de la Iglesia en la celebración litúrgica de los sagrados misterios.

         Sin pretenderlo, a lo largo de este proceso, la Iglesia fue configurando un impresionante acervo patrimonial que suponía una aportación sin precedentes en la historia. La presencia de Cristo en el mundo, de la misma manera que supuso un giro radical en la concepción de Dios, del hombre y del mundo, también provocó una auténtica revolución cultural.

En la Edad Media de modo especial, el patrimonio cultural de la Iglesia se erigía en un recurso de extraordinaria eficacia en la transmisión de la fe. El culto encontraba en el arte un aliado natural, la música se presentaba como un apoyo esencial en la liturgia, las imágenes eran portadoras de mensajes explícitos para los creyentes. El arte sacro, en general, asociaba a su valor estético el catequético y didascálico como parte de su propia esencia, expresando una comunidad de fe, esperanza y caridad.

La sencillez del románico y el esplendor del gótico no expresaban únicamente el genio de los artistas, sino el alma de un pueblo configurado gracias a la fe. Toda la cultura estaba impregnada del Evangelio y se derramaba sobre la humanidad.

            Ha sido una alianza perenne que no sólo ha abarcado la Edad Media, sino que ha atravesado el Renacimiento, con obras religiosas de la talla de la Capilla Sixtina, que recoge el drama y el misterio del mundo, presentando a la Iglesia como compañera de viaje de cada hombre que busca a Dios. O el dinamismo del Barroco que reviste el interior de muchas iglesias, colmando nuestra vida de imágenes de devoción y de culto a las que dirigirnos. Es cierto que la historia se complica en la Edad Moderna, pero incluso entonces se ha entablado un diálogo, aunque a veces fuese de desamor, como ya veremos.

          Crisis en la alianza arte-fe

            Si la fe ha sido el principal motor del arte a lo largo de la historia no ha sido tanto por el enriquecimiento temático, ni por poblar el mundo de una belleza fruto del encuentro con Jesucristo, ni por su indiscutible mecenazgo, sino sobre todo porque proyecta una mirada sobre la creación que despierta la creatividad. De ahí que la pérdida de la fe constituya también una inmensa pérdida para la cultura y para el arte.

De hecho, con el transcurso de los siglos, la secularización ha ido alimentando un proceso de pérdida de significado. La ruptura entre el Evangelio y la cultura, entre la fe y la vida, ha desencadenado un proceso que se ha ido agravando en los últimos tiempos, hasta situarnos en un contexto en el que aquellas expresiones culturales tan plenas de sentido para los fieles, precisan de una interpretación que les devuelva su carácter originario.

El pintor Kandinsky, en su obra “De lo espiritual en el arte” hacía una afirmación que mantiene una impresionante vigencia: “los períodos en los que el arte no tiene grandes hombres, en los que falta el pan metafórico, son períodos de decadencia espiritual (...) en las épocas silenciosas y ciegas los hombres dan importancia sólo al éxito exterior, se preocupan únicamente de los bienes materiales y saludan como una gran empresa al progreso técnico, que aprovecha y solo puede aprovecharse del cuerpo”.

El cardenal Rouco, en una entrevista concedida a Zenit (tras la culminación de la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio para la Cultura bajo el tema de la vía de la belleza como camino privilegiado de evangelización y diálogo), se hacía eco de la intuición de Kandisky: “La ideología laicista... produce un ambiente en el que es muy difícil que el hombre pueda vivir una experiencia de lo bello e incluso de libertad. Entre la experiencia de lo bello y de la libertad, en el sentido más hondo y noble de la expresión, hay una estrecha relación, como también la hay entre la verdad, el bien y la belleza”. Se trata de una causa insospechada de la crisis del arte que conocemos actualmente.

            Hoy, más que nunca, la Iglesia tiene la misión de descubrir la belleza que hay en el mundo y mostrarla al hombre como motivo de alegría y esperanza, como estímulo a la libertad. Quiere ofrecerse, más que como principio ético, como un principio estético que atraiga y fascine al hombre actual. Si no hay estética sin ética, tampoco hay ética sin estética? Yo creo que una vida ética conlleva una preocupación estética. De hecho, la vida cristiana no es un comportamiento moral, sino una Buena Noticia, una fiesta a disfrutar en la que la estética tiene un papel que jugar.

En el clima de un mal llamado humanismo que cree encontrar su identidad en oposición a Dios, la moderna separación entre arte y fe responde a la renuncia a la verdadera belleza. Aquí entra la responsabilidad del arte cristiano, cuya misión se encuentra hoy entre dos fuegos. Debe oponerse al culto de lo feo que nos induce a pensar que toda belleza es un engaño. Pero también debe contrarrestar la belleza superficial que, eliminando el sufrimiento, empequeñece al hombre.

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