VENTANAS EN EL CIELO
Sobre las vidrieras de la Catedral de León
Los
vitrales, al igual que los iconos orientales, no están presos de evocaciones
que restringen a un límite espacio-temporal. Ni siquiera están firmados, porque
su autor es la Iglesia entera, que nunca ha necesitado firmar sus obras de
santificación. Las vidrieras forman un todo con una arquitectura que no está
pensada para ser contemplada, sino para irradiar sacralidad. Parecen marcar con
muros de luz un territorio anclado fuera del tiempo cuyo paisaje arquitectónico
introduce al hombre en el misterio.
Hacia el siglo XII, el arte de
las vidrieras comenzaba a desarrollarse con carácter industrial cerca de París.
Coincidía con el momento en que la fuerza del lenguaje simbólico emprendió una
carrera ascendente que culminó en las catedrales góticas.
Si durante los siglos
anteriores la espiritualidad monacal había conducido a cierto alejamiento del
mundo, ahora la teología de Suger de Saint Denis derivaba en la contemplación
de las cosas terrenas como participación en la bondad, la verdad y la belleza
divinas. La mística franciscana y el afán apostólico dominico presentaban la
realidad material como escala de acceso a lo inmaterial, como un canto de
alabanza al Creador. Estas nuevas corrientes teológicas se filtraron, como la
luz, por todos los rincones de los templos góticos, convertidos en intentos
apasionados de recreación de la Jerusalén Celeste.
Entonces
no se construía para los turistas, sino para los peregrinos, porque todo se
contemplaba bajo el prisma de la eternidad; esa era la única servidumbre a la
que se sometía el artista medieval. Las catedrales se erigían en una especie de
Monte Tabor donde se contagiaba la gloria de Cristo vivo y se remitía a la
Resurrección.
La catedral de León estaba
anclada en el lugar más alto y más oriental de la ciudad y se comenzó a
construir en dirección E-O, para lo que fue preciso romper la muralla. Era lo
primero que tocaba la luz, tanto por orientación como por altura. Situada en el
corazón del viejo burgo leonés, asumía las aspiraciones humanas de los
ciudadanos y se convertía en pretexto para que todos pudieran sentirse
abrigados en la “Ciudad Santa”.
Fe, vidrio y luz
La Catedral de León es un
edificio singular, sus muros traslúcidos no ocultan su vocación de unir
exterior e interior, sacro y profano. Rota la piedra por un sinfín de cristales
de colores, las paredes de vidrio narran una compleja síntesis de dogmas, de
historias bíblicas y humanas, de lírica, de misterios ávidos de revelarse al
hombre.
Entre todos los materiales que
dan carácter específico al edificio, el esencial es la luz regulada por los
vitrales, alma de este bello microcosmos. Colores aprisionados en el cristal,
no en una fría yuxtaposición, sino como manantiales de luz que fluyen de
heridas en la piedra.
El conjunto arquitectónico
trata de facilitar la identificación con Cristo, bañarse en el resplandor de
una luz que es mero trasunto simbólico de otro resplandor eterno, que se repite
cada aurora para quien se deja llevar de la mano de Cristo y se dispone a
consumir el cáliz de su sangre redentora.
Para los neoplatónicos del
momento, la verdad no era lo tangible, sino lo profundo. Estaban convencidos de
que para conocerla del todo había que traspasar la apariencia. La luz de la
Catedral de León no está concebida como un estudiado elemento decorativo, sino
para transportar al visitante hasta el “otro lado” de lo aparente, y descubrir
el rostro del Padre tras la piel humana de Cristo.
No podemos olvidar que, en la
Edad Media, el concepto de luz era teológico, como el del resto de la
naturaleza creada. Desde sus orígenes, la catequesis cristiana había
identificado la luz con la verdad, la sabiduría y la fe. Concebía la gracia
como luz y el pecado como noche, convergiendo
toda la realidad en Cristo resucitado,
“el día sin noche”.
El arte
románico ya había mostrado su empeño por plasmar las verdades de la fe en su
arquitectura, pero su recurso fue ocultar los muros bajo los estucos. En esta
Catedral gótica todo se hacía visible y luminoso. El sentido místico de la luz
se empleaba para desentrañar muchos de los misterios divinos, como el de la
virginidad de María, profesado con un símil muy expresivo: “a la manera que un
rayo de sol pasa por un cristal sin romperlo ni mancharlo”.
Para los
pensadores medievales, no había belleza sin luz: las cosas eran bellas por
participar de los destellos de la luz. La luz se concebía como criatura
intermedia entre lo corporal y lo espiritual que conducía a Dios, luz increada
de la cual surgían toda luz y belleza de los seres. Sin caer en el panteísmo
defendido por Averroes, se hablaba de la presencia de Dios como emanación
latente bajo esta sinfonía de colores.
Una narración de cristal
La luz llega a su más alto
grado de expresividad en el misterio del nacimiento de Cristo. Igual que el
astro Sol ilumina la creación, el Verbo la penetra de Luz asumiendo lo más
recóndito de cada criatura. Esa aparición de Cristo como Luz entre los hombres
es lo que celebra la vidriera de la Natividad, realizada por Rodrigo de
Herreras en 1565 y situada en la Capilla de la Virgen Blanca. Junto a la
representación del Arbol de Jesé, venía en apoyo de la catequesis bíblica del
siglo XIII, preocupada por resaltar la naturaleza humana del Hijo de Dios.
No sabemos si
esta vidriera renacentista fue colocada en el lugar que ocupa pensando que allí
pudo haber otra representación medieval con el mismo tema. Pero la coherencia
del simbolismo induce a pensar que fuese así. De ser cierto, debió ser
impresionante avanzar hacia el altar, en el que polarizaba la luz de las cinco
capillas radiales, cuando todavía no existía el retablo que cegaría la zona
superior. Con esta vidriera como telón de fondo, cobrarían mayor intensidad los
versículos: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; una luz
ha nacido para los que habitan en las sombras de la muerte; una luz que
brillará sobre nosotros porque nos ha nacido el Señor” (Is 9, 1ss).
Por su
ubicación axial en el ábside, simbólica y arquitectónicamente, este vitral enriquece
el fondo temático de todo el templo. Narra un acontecimiento que provoca la
gracia; sólo después cobrará sentido la historia de la salvación. De forma muy
expresiva, el ángel que asiste a María en el parto sostiene una vela, en
alusión a la luz solar y luz teológica de aquel evento. Una luz que se derrama
sobre las gentes y los campos creando un escenario que invita a la oración.
La Catedral,
aún hoy, se transforma cada mañana en una liturgia de Navidad. Es complejísimo
el programa simbólico con el que se narra la Redención. Una vez asoma la luz
por el ábside, chorrea por el resto de las vidriera, proyectando su fuerza
transformadora directa o indirectamente, según se trate del antes o del
después, de la promesa o de la realidad, del Antiguo o del Nuevo Testamento. La
simetría del soporte posibilitaba la sucesión de figuras en sentido
procesional. Así, resultaba fácil seguir el proceso historiado desde el Génesis
hasta el Apocalipsis.
La luz de
Belén tenía que culminar en la plenitud luminosa de la mañana de Pascua. Por el
lado norte del templo, nunca rozado por el Sol, desfilarían los protagonistas
del Antiguo Testamento, pueblo caminando hacia la luz entre la penumbra y la
esperanza. En los ventanales del Sur se yerguen los hombres y mujeres que ya
conquistaron la tierra prometida, y que ahora brillan como antorchas vivas de
la región Celeste. No es casual que en los ventanales del crucero y en paneles
de la girola aparezcan todos los testigos del gozo navideño.
A la luz del
Nuevo Testamento adquirían sentido y clarificación muchas cosas del Antiguo. Y
a la inversa, en la perspectiva sagrada del Antiguo era más sencillo vislumbrar
acontecimientos del Nuevo. La belleza de unas imágenes teñidas de luz y
colorido constituían una auténtica “summa theológica” en la que los
fieles, que apenas sabían leer, visualizaban los hechos. Admirados, comprobaban
que la doctrina se continuaba en las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, en
los confesores, los santos y los mártires. Personajes reales y concretos que encarnaban
el Anuncio Evangélico. Entre estos protagonistas tanto de la promesa como de su
cumplimiento se intercalaban otros personajes vivientes aún que, con su
dimensión humana y social, contribuían al establecimiento de la cristiandad en
la tierra; sobre todo monarcas y pontífices.
Aún hoy
conmueve leer esta historia de cristal, historia de santos y de pecadores, tan
débiles y tan resplandecientes como la Iglesia misma. Una historia entretejida
con la de cada uno de nosotros hoy. Como ha sucedido en todas las épocas y
especialmente en la nuestra, una historia necesitada de que el hombre se deje
iluminar.
Revista Primer Día nº
33. Diciembre 2002
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