viernes, 3 de febrero de 2012

El retablo del Rosario. SIC Córdoba


ORAR CON LOS PINCELES
El Retablo de la Capilla de Nuestra Señora del Rosario de la Catedral de Córdoba

Frente a las situaciones de crisis, la Iglesia nunca ha permanecido al margen, siempre ha tenido respuestas concretas cuando el hombre carecía de ellas. Por eso no extraña que, en la difícil situación de la Córdoba del siglo XVII, la pintura se constituyese nuevamente en un recurso para alimentar la fe, apelando a la intercesión de los santos y a la eficacia de la oración. Una vez más, el arte cristiano expresaba la confianza en la tradición de la Iglesia, y  se convertía en fuente de esperanza.

         Entre las Capillas adosadas al muro Norte de la Catedral de Córdoba se encuentra la de Nuestra Señora del Rosario. El Cabildo entregó su solar en 1612, siendo obispo Fray Diego de Mardones, a Juan Jiménez de Bonilla, natural de Fernán Núñez.

         De la Capilla destaca el retablo con las pinturas al óleo de Antonio del Castillo, fechado en 1667, quizá la última obra de uno de los mejores pintores cordobeses de la historia.

Se organiza en un solo cuerpo de tres calles, rematado por un ático. En el registro central aparece la Virgen del Rosario con el Niño,   reposando sus pies sobre unas cabezas de querubines. A su derecha, la imagen de San Roque, y a la izquierda, San Sebastián. Corona el ático el Crucificado.

Este retablo, como muchos otros de la época, se erige en un canto a la eficacia intercesora de la Iglesia en tiempos de dificultades.

Expresar una súplica


            La Córdoba del siglo XVII era una ciudad agrícola, de paso a la gran metrópoli portuaria que era Sevilla, con una población diezmada por las epidemias de peste, pero de una fe muy arraigada. Sorprendía la cifra de conventos de frailes y monjas (quince y dieciocho respectivamente) y el extenso número de parroquias.

El arte era primordialmente monástico. Como era habitual, la Iglesia era mecenas de la mayor parte de los encargos artísticos. Gracias a ella, el legado del siglo XVII se conserva casi intacto en Córdoba. Entonces la ciudad respiraba un clima de sincero fervor religioso, y esta devoción se transmitía a todas las artes, que gozaban de un enorme esplendor.

Más complicada era la situación social, la peste y la falta de cosechas desencadenaban con frecuencia situaciones de crisis en las que la intervención de la Iglesia era siempre decisiva.

En este contexto, es fácil descifrar la intención del retablo del Rosario. La aparición de San Roque y San Sebastián, dos de los más conocidos santos protectores de la peste, junto a la presencia de Nuestra Señora del Rosario, considerada tradicionalmente como propiciadora de salvación y liberadora de peligros, desvelan el carácter de súplica que adquiere esta composición de lienzos. Se invocaba la intercesión de los Santos y la eficacia de la oración como arma poderosa para combatir las dificultades que estaba atravesando la ciudad. Coronando el retablo, el Crucificado completaba el programa iconográfico, aludiendo a la dimensión de la Cruz, desde la que cobra sentido todo sufrimiento para el cristiano.

Acercarnos a la historia de los santos representados aclara el significado que tendría su presencia para los espectadores del siglo XVII.

La intercesión de los santos


San Roque se presenta vestido con capa corta de peregrino, cayado y botas de caminante, mostrando en su pierna una úlcera de la peste y acompañado por un perro.

La historia del santo de Montpellier desvela el significado de estos símbolos. Huérfano desde muy temprana edad, repartió la fortuna familiar entre los pobres y enfermos, vistió hábito de peregrino y se dedicó a asistir a los afectados de peste hasta que enfermó, retirándose a un bosque para morir sin contagiar a nadie. Pero recibió la visita de un ángel que curó sus heridas y de un perro que cada día le traía pan.

San Sebastián era un centurión de los tiempos de Diocleciano, que fue condenado a morir asaeteado porque exhortó a sus amigos Marcos y Marcelino a permanecer firmes en su fe. Al ir a sepultarlo, su viuda Irene advirtió que respiraba y se salvó de aquella muerte. Insistiendo en dar razón de su fe ante Diocleciano, finalmente fue martirizado apaleado en el circo.


De sus dos martirios, el primero fue el que adquirió mayor poder simbólico en la tradición. El pueblo solía imaginar la peste como una lluvia de flechas, pero como las flechas no habían podido conducir a Sebastián a la muerte, al santo se concedería la virtud de sanar de la peste a quien lo invocase.

Curiosamente, no se representa con los atributos del martirio en la mano, como es una constante en los demás mártires, sino que aparece en el momento del suplicio; quizá se pretendía subrayar visualmente su eficacia como intercesor contra las flechas de la peste.

Su figura llegó a asimilarse a la de Jesucristo. El árbol al que lo ataron se comparaba con la Cruz de Jesús y sus heridas con las llagas de Cristo. Estaba considerado, después de San Pedro y San Pablo, como el tercer patrón de Roma

Nuestra Señora del Rosario


            En su rostro, el pintor retrata a su tercera esposa fallecida, Francisca de Lara. Sobre su brazo izquierdo sostiene a uno de los Niños más hermosos que concibiera Antonio del Castillo, llevando el Rosario sobre sus hombros.

La historia del Rosario muestra cómo esta oración ha sido utilizada, especialmente por los Dominicos, en momentos difíciles para la Iglesia, que siempre ha visto en el Rosario una particular eficacia, confiando las causas más difíciles a su recitación comunitaria.

Juan Pablo II la define como una oración cristológica y antropológica, ya que quien contempla al Verbo Encarnado recorriendo las etapas de su vida (eso es el Rosario), descubre la verdad sobre el hombre. Porque el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio de Cristo.

Para el espectador de la época, no era necesario explicitar el sentido de esta oración cristiana. Representaba, a la vez, meditación y súplica. Certeza del pueblo cristiano. Puerto seguro en el naufragio.

Situada entre los santos protectores de la peste, la imagen del Rosario cobraba un significado extraordinariamente concreto, respondía de forma muy directa a una realidad que vivía cotidianamente el fiel de aquella época. Y es que la vocación de la fe nunca ha sido agazaparse en complejas abstracciones, sino revelarse en gestos tangibles, comprensibles a los hombres sencillos. Entretejerse con las inquietudes de la vida humana y responder a sus anhelos.

El Crucificado


         La ubicación de las figuras en la composición de un retablo del siglo XVII no era algo casual, sino parte esencial del mensaje. Por eso la colocación de Cristo Crucificado coronando victorioso aquella súplica pintada ya era un signo de esperanza y de fe. Dotaba de sentido el resto de la composición, sometiéndolo a la sabiduría de la Cruz.

         La figura de Cristo en modo alguno es algo ajeno al resto de los personajes. Tanto San Roque como San Sebastián han sido figuras referidas a Cristo por la tradición de la Iglesia. La identificación con el Niño y su Madre es obvia. Incluso la alusión al Rosario es cristológica, por su capacidad para conformar y consagrar a Jesucristo como ninguna otra oración cristiana. Y porque recitar el Rosario es contemplar con María el rostro de Cristo.

            Por esto este retablo se constituye en oración, en un súplica pintada que elevaba el pueblo cristiano a su Creador. Era la forma que tenían aquellos creyentes de manifestar la belleza de la vida de la Iglesia, apelando a los santos y a María como Madre, pero plegándose a la voluntad del que reconocían como un Padre amoroso, que se había adelantado a sus súplicas en Jesucristo crucificado y resucitado, liberador del hombre.

                                             Revista Primer Día nº 38. Mayo 2003

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