martes, 17 de enero de 2012

LA BELLEZA SALVARÁ AL MUNDO




   LA BELLEZA SALVARÁ AL MUNDO

Antes de aprender a contemplar el arte cristiano, es necesario detenerse en la capacidad de la belleza para transformar el corazón del hombre, y en el modo en el que Dios se muestra a través de ella. No es posible llegar a entender la arquitectura de una catedral o la iconografía de un lienzo sin sumergirse en esta reflexión.

La belleza tiene el poder de dignificar la vida de las personas. Las razones que aporta el psiquiatra Víktor E. Frankl en su obra El hombre en busca de sentido son provocadoras. Se trata de un relato de carácter autobiográfico en el que Frankl narra su experiencia en un campo de concentración, analizando las reacciones psicológicas que sufrían los seres humanos en esa situación. Cuando lo leí, me llamó poderosamente la atención que, para explicar las causas de los continuos intentos de suicidio y la agresividad entre los propios compañeros, apuntaba a la ausencia de belleza. Según su diagnóstico profesional, la fealdad que los rodeaba era una de las causas principales de perder el gusto por la vida. Es sorprendente que en una situación límite, en la que la vida está en juego, el hecho de vivir sin presencia de ningún tipo de belleza fuese relevante. Comentaba la fascinación que sentían aquellos condenados ante el espectáculo de un simple amanecer. Era este elemental contacto con la belleza, lo que renovaba sus ganas de vivir.

         En una época como la nuestra, en la que se desconfía de la existencia de la verdad y de un bien universal, la belleza se ofrece como un lugar de encuentro; porque entre la verdad, el bien y la belleza hay una estrecha relación. Como dice el teólogo Hans Urs von Balthasar, la belleza reclama para sí tanto valor y fuerza de decisión como la verdad y el bien. Y no se deja separar ni alejar de sus dos hermanas sin arrastrarlas consigo en una misteriosa venganza. Afirma que quien frivoliza sobre la belleza ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar.

En un mundo sin belleza, la verdad se disuelve porque ya nunca se afirma, sólo se discute. ¿No es cierto que hoy, afirmar una verdad como tal se percibe como una  intolerancia que resulta paradójicamente intolerable? Sin embargo, la belleza no es una ornamentación que se añade como la guinda a un pastel, sino la señal de una plenitud, de que el ser ha llegado a ser como debe. Por eso toda belleza constituye el esplendor de la verdad. Descubrir la belleza que hay en el mundo y mostrarla al hombre no sólo es motivo de esperanza, sino estímulo a la libertad y a la alegría de vivir.

            Por otra parte, la belleza es expresión visible del bien. Lo comprendían muy bien los griegos, que incluso acuñaron un término que englobaba unitariamente los conceptos de belleza y bondad: kalokagathia. ¿No has comprobado que el encuentro con la Belleza nos saca de nosotros mismos, nos eleva de nuestras miserias y nos enseña a habitar en el mundo?

La obra El idiota de Dostoievski profetiza que “la belleza salvará al mundo”.  Es una frase muy citada, pero nadie suele mencionar que, para el autor, la Belleza es Cristo. Un Cristo que los Salmos describen como “el más bello de los hombres” al mismo tiempo que Isaías, profetizando su pasión, declara tan despreciable que “no tenía apariencia ni presencia”.

Hoy no nos atrevemos a seguir creyendo en esta belleza que está ligada a la humildad, y por esto somos incapaces de descubrir la hermosura de nuestra historia, de todo lo que nos rodea, incluso de aquello que no entendemos. La hemos convertido en una mera apariencia para poder librarnos de ella sin remordimientos.  

            Es cierto que Dios no es el único que se reviste de belleza; el mal lo imita e introduce una beldad ambigua. Ejerciendo su fascinación para usurpar el sitio al Absoluto, ultraja y traiciona a la belleza misma. Junto a la muerte de Dios, en nuestra época se habla de la muerte de la belleza, vejada y desplazada por el culto a lo grotesco. Pero aunque la belleza no siempre es verdadera, la verdad siempre es belleza.

            Más importante que cerrar los ojos a la falsa belleza es abrirlos a la Belleza verdadera, que encuentra su plenitud en Cristo: el Amor crucificado. En su misterio pascual, Él se despoja de toda belleza, dejándose desfigurar hasta no parecer siquiera humano. Así proclamaba que la belleza del amor es superior al amor de la belleza. Parece un trabalenguas, pero está lleno de sentido.

La contemplación de la belleza es un recurso contra la tristeza. Hay mucha belleza en nuestra vida, pero hay que saberla mirar. La belleza es un antídoto al pesimismo, un milagro del cual el hombre se convierte involuntariamente en testigo. Nace de un encuentro y constituye una sacudida que despierta el deseo de infinito y suscita nostalgia de Dios.

Pero aún así, la belleza no es un punto de llegada, sino una invitación a emprender el camino. No tiene sentido permanecer en las tres tiendas que pedía Pedro ante la experiencia de la Transfiguración. Porque la belleza no es posesión sino don.

¿No has percibido ya por tu propia experiencia que la vida humana no se realiza por sí misma? Nuestra vida es un proyecto incompleto. Dios ha creado al hombre lo menos posible, encomendándole la tarea de acabar su obra. El espacio que media entre esa creación inacabada y su divina perfección constituye un campo ilimitado abierto a nuestra libertad con vistas a hacer de nosotros artistas apasionados de nuestra semejanza con Dios.

El cristiano es el lugar elegido por Dios para que el mundo Lo encuentre. Esa es una responsabilidad que nos erige en artistas y convierte toda nuestra vida en una obra de arte.

La Belleza es el lenguaje con el que Dios se dirige a los hombres. Tiende un puente hacia el Cielo, combatiendo la desesperanza y constituyendo un don precioso para la humanidad. La primera reacción ante ella es el asombro, única actitud apropiada ante la sacralidad de la vida y las maravillas del Universo, y no olvides que el asombro es renovador continuo de las artes.

La filósofa francesa Simone Weil escribía: En todo aquello que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de lo bello, está realmente la presencia de Dios. Hay casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, del cual la belleza es un signo. Lo bello es la prueba experimental de que la encarnación es posible. Por esto, cada arte de primer orden es, por su esencia, religioso.

Sin embargo, como un fruto del dualismo, en la época moderna se ha producido una separación entre la teología y la belleza, en otro tiempo inseparables. Pero al mismo tiempo, el hombre de hoy se encuentra particularmente fascinado por la belleza. Parece que la estética haya sustituido a la ética. Pero no hay estética sin ética. Fuera de este binomio sólo se encuentra una belleza hedonista como la que aborda Oscar Wilde en su obra El retrato de Dorian Gray. Impresiona la descripción del modo en que las malas acciones del bellísimo Dorian van deformando su retrato con muecas de monstruosa fealdad.

En el siglo XXI, la estética ha irrumpido en la vida y se ha convertido en un fenómeno de masas. El arte es un mercado, y con él, la belleza se convierte en un objeto de consumo. El arte parece reconciliarse con determinado tipo de belleza. Pero… ¿se trata de la verdadera belleza?

Es curioso que, de acuerdo con el relativismo actual y la duda generalizada de que existan verdades absolutas, muchos afirman que una obra de arte nos parece bella por ciertos convencionalismos, o bien que “sobre gustos no hay nada escrito”, en fin, que la apreciación de la belleza es profundamente subjetiva. Pero no es cierto. Existe en la obra de arte bien realizada un orden interno que, aunque no lo conozcamos, sí podemos apreciar de forma natural. Esta realidad se muestra de un modo muy evidente en el caso de la música. El que la armonía clásica se base en los acordes de fundamental, subdominante y dominante, no es un convencionalismo, sino que esos son los subtonos que aparecen más intensamente cuando se produce la vibración de un cuerpo sonoro. Es pura física. Ya Pitágoras se preguntaba por qué unos intervalos nos parecían más agradables que otros. El gusto por las disonancias sólo tiene sentido cuando la expresividad de la música lo requiere, y siempre de forma fugaz. Y aunque sea menos obvio, del mismo modo sucede con la apreciación estética de una pintura, o un rostro bello.

Es verdad que hay una belleza falaz y cegadora que, en vez de abrir un horizonte, encarcela a los hombres en sí mismos. Se trata de una belleza seductora, pero hipócrita, que estimula la voluntad de poseer, y que rápidamente asume el rostro de la trasgresión. Pero la verdadera belleza siempre invita al corazón humano a salir de sí mismo para asomarse al infinito.

Desde esta perspectiva, ¿no es verdad que la única propuesta bien articulada, la única oferta de verdadera belleza que ha conocido el mundo ha sido el Evangelio?

        

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