Comenzando la historia por su origen, los
primeros cristianos de Palestina no necesitaron construir templos. Acudían para
rezar y escuchar la Palabra a las sinagogas y al templo de Jerusalén. La nueva
fe no suponía una ruptura con la promesa hecha a Abraham. La Antigua Alianza no
se había desechado, sino que había sido asumida por una Alianza Nueva de la que
Cristo era el garante. Al igual que el Nuevo Testamento no sólo supone el
Antiguo, sino que nace de él.
Sólo
existía una novedad radical que parecía exigir un espacio propio: la
celebración de lo que llamaban “fracción del pan”: la Eucaristía. Aunque al principio,
ésta tampoco les impuso la necesidad de realizar construcciones. Se reunían en
casas cedidas por cualquier cristiano, con una mesa como altar, como había sido
en aquella Última Cena que resultó ser la Primera Eucaristía. Los Hechos de los Apóstoles lo atestiguan: “todos los días acudían al Templo con un
mismo Espíritu, partían el pan en las casas y comían juntos con alegría y
sencillez de corazón” (Hch 2, 46).
A
estas reuniones litúrgicas en las casas se las conocía como “ecclesia doméstica”. Poco a poco, el
término “ecclesia” (del griego “ek-kaleo” que significa “convocar”) se utilizó
también para denominar el edificio que albergaba las reuniones. De ahí la
ambivalencia actual del término, donde “iglesia” se refiere tanto al grupo de
los fieles como al recinto que los acoge. De un modo precioso, el Concilio
Vaticano II ha atribuido el término de “iglesia doméstica” a las familias
cristianas, cuya casa y cuya vida se convierte en un lugar donde se respira el
Evangelio.
Pero
ni siquiera encontrar una vivienda apropiada para el culto era una exigencia
para los primeros cristianos. Cualquier otro lugar les parecía adecuado, como
recoge un texto de San Dionisio Alejandrino: “siendo nosotros los únicos que fuimos perseguidos y oprimidos, no
dejamos de celebrar nuestros días festivos. Y cualquier lugar, el campo, el
desierto, un navío, un establo, una cárcel, servía como templo para celebrar la
asamblea sagrada (Cit. Por Eusebio. Historia
Eclesiástica VIII, 12: PG 20, 688).
No
puedes olvidar que estamos en tiempos de persecución. Al menos en el primer
siglo, era impensable levantar una edificación para dar culto a un ejecutado
por la justicia romana. Y en realidad, tampoco la necesitaban. Se trataba de
una comunidad de personas que se reunían para comer el Cuerpo y la Sangre del
Resucitado. A pesar de vivir continuamente amenazados, el hecho de celebrar ese
Misterio sagrado en cualquier lugar suponía un gesto de libertad inusitada
capaz de transformar la faz de la tierra.
Déjame
pensar. Tal vez es posible que en estos siglos sí existiese alguna construcción
para el culto cristiano. ¿No te parece probable que algún cristiano con
recursos económicos hiciese edificar una casa apropiada para la celebración
eucarística? Es lo que parece indicar la excavación arqueológica de Dura-Europos
(Irak), donde ha aparecido un complejo de capilla, patio y baptisterio del
siglo III asociado a una vivienda. Es lo que se conoce como “Domus Ecclesiae”. La importancia de
este conjunto merece que nos detengamos un poco en ella. Dura-Europos era una
ciudad helenística de Siria en el año 113 a .C. cuando fue conquistada por los persas.
En el año 165 d.C. pasó a dominio romano, en el que permaneció hasta su
destrucción en el año 256 por los persas. Hacia el año 232 se construyó una casa
privada que en unos diez años pasó a manos de una comunidad cristiana que la
reformó para adaptarla al servicio de la iglesia. Disponía de una sala para el
culto eucarístico, diversas habitaciones, un almacén de alimentos y vestidos, y
un baptisterio, quizá el más antiguo de la cristiandad, con pinturas de gran
valor.
Caso
parecido es el de los famosos “Titulus”
de Roma o Pompeya, recintos cuyos propietarios acabaron dedicando
exclusivamente para las celebraciones de las comunidades cristianas. Solían ser
mansiones amplias compuestas por un vestibulum,
un atrium donde se encontraba el lararium (una especie de oratorio),un tablinum o sala de recepción y el triclinium o comedor. Esta distribución
se adaptó con facilidad a las necesidades del culto cristiano. Los expertos
concluyen que el atrium y el tablinum servían para la lectura de la Palabra
y la oración en común, y el triclinium para
la cena eucarística.
Ya
en el siglo III hay constancia de que los cristianos construyeron basílicas
para sus celebraciones. Eran las llamadas “Domus
Dei”. La Crónica de Edesa, del
540, describe con multitud de datos una inundación del año 201 en el que se
destruyó “el templo de la iglesia cristiana”. Desde la muerte de Septimio
Severo hasta la de Felipe el Arabe (211-249) hubo un periodo de tolerancia que
favoreció el nacimiento de la primera arquitectura cristiana. Además de la paz
concedida a los cristianos por el emperador Galieno (260). Pero esta situación
iba a durar escaso tiempo. Con la sangrienta persecución de Diocleciano y el
edicto de febrero del 303 se ordena la destrucción de las iglesias cristianas,
por eso no nos han llegado restos de ninguna de ellas. Un texto de Lactancio
testifica con detalle el fin de la basílica de Nicomedia: Vinieron por tanto los pretorianos en escuadrón formado, con hachas y
otros instrumentos de hierro, y, puestos a la obra, en pocas horas derribaron
hasta el suelo aquel elevado templo… Al día siguiente se publicaba el edicto
que disponía que cuantos pertenecieran a aquella Religión fueran despojados de
todo honor y dignidad (De mortibus persecutorum, XII: PL 7, 213).
Me
temo que no voy a poder darte muchos datos de la estructura y configuración de
estas basílicas. Las fuentes literarias no nos proporcionan detalles al
respecto. De la arqueología podemos extraer algunas conclusiones, aunque en la
interpretación de los hallazgos existe diversidad de opiniones. Mientras unos
buscan su origen en la vivienda romana, otros en la basílica civil. No me
parece extraño que intervinieran ambas. Era fácil que retomasen el modelo
basilical por su monumentalidad, su bella columnata interior o la forma de sus
cubiertas. Sin embargo, adoptarían el atrium
de las casas romanas. También es probable que, en cuanto a los ábsides, se
inspirasen en las exedras civiles y otros lugares de reunión social.
En
cualquier caso, contamos con dos modelos
de edificaciones en el siglo III. Por un lado, una basílica de
planta rectangular dividida en tres naves por hileras de columnas, con un nicho
semicircular en la cabecera. Por otro, el martyrium,
una construcción de planta centrada dedicada a la memoria de un mártir y
erigida sobre el lugar de su muerte. ¿Sabes? Este tipo de edificación fue el
origen de la basílica de San Pedro en el Vaticano; conmueve el testimonio
escrito de un presbítero, Gaius, que en el año 200 estuvo ante el martyrium de Pedro.
Hasta
aquí, los testimonios de historiadores y arqueólogos. Pero permíteme exponerte
la reflexión de un teólogo que aporta mucha lucidez. Se trata nada menos que de
Ratzinger, hoy Benedicto XVI. En su obra El espíritu de la liturgia, siguiendo a Bouyer Baracaldo, afirma
que el templo cristiano nace en continuidad con la sinagoga, tanto en su configuración arquitectónica como cultual,
para después adquirir su especificidad por la comunión con Jesucristo. La
sinagoga contaba con dos puntos neurálgicos: la cátedra de Moisés, desde la que
Dios hablaba a través del rabino, y el Sancta Santorum, el lugar más sagrado,
inicialmente sólo ocupado por el Arca de la Alianza. Esta constituía una
especie de trono en el que se posaba la shekiná,
la nube de la presencia de Dios. Pero el Arca se perdió durante el exilio y el
Santo de los Santos quedó vacío, convirtiéndose en un lugar de espera, de
esperanza en que Dios mismo restaurase su trono. Tras la pérdida del Arca, la
urna con los rollos de la Torá pasó a ocupar su lugar, protegida por un velo y
acompañada por la Menorah, el
candelabro de siete brazos. Del mismo modo, con la destrucción del templo de
Jerusalén, la mirada del pueblo judío se volvió hacia aquella tierra. Si el
Santo de los Santos vacío expresó la esperanza, ahora el templo destruido es el
que espera el regreso de la shekiná.
Quien ha tenido la oportunidad de acudir al Muro de las Lamentaciones, se habrá
conmovido al ver al pueblo judío llorando por la pérdida de su templo. Yo he
sido testigo, y te aseguro que es un espectáculo impresionante de fe y
esperanza.
De
la presencia de Cristo en la tierra resultan tres innovaciones que, partiendo de este modelo, le otorgan un
nuevo sentido. La sinagoga no había creado una estética propia, más bien había
adaptado el modelo basilical, pero orientada nostálgicamente al templo de
Jerusalén. También los primeros templos cristianos siguieron el mismo modelo,
pero en vez de dirigirse hacia Jerusalén, la orientación se cambió hacia el
este, mirando al sol naciente, imagen de Cristo. No se conoce el origen de ese
cambio, pero es una tradición apostólica que desde épocas muy tempranas
caracterizó la arquitectura cristiana. No se trata de un culto al sol, como se
ha afirmado, sino de contemplar el modo en el que el cosmos habla de Cristo. Si
el templo de piedra simboliza la esperanza de los judíos, los cristianos
sabemos que Cristo es el lugar de la shekiná,
el trono vivo de Dios.
Una
segunda novedad frente a la sinagoga irrumpirá con la aparición del altar sobre
el que se celebrará el sacrificio eucarístico, junto al muro oriental. Este
altar no sólo mira hacia el Oriente, sino que también forma parte de él. Había
surgido un nuevo centro de gravedad. Como aún sucede hoy, el altar es el lugar
del cielo abierto, sobre el que converge el universo.
Como
tercera novedad, a la Torá no sólo se añaden los Evangelios, sino que se
constituyen en la clave necesaria para comprender verdaderamente la Torá, el
Antiguo Testamento. Así, de la cátedra de Moisés se pasó a la silla del Obispo o
a la sede del sacerdote. No sé si te has dado cuenta de un detalle, en las
liturgias actuales más solemnes todavía se repite un rito propio de las más
primitivas iglesias cristianas, las de Siria. Se trata de la entronización del
libro de los Evangelios. Este gesto no sólo expresa la dignidad de la Sagrada
Escritura, sino que responde a una costumbre derivada de la persecución de
Diocleciano. En aquella época sangrienta, los funcionarios imperiales cumplían
estrictamente las órdenes de apoderarse de las Sagradas Escrituras que
encontrasen, por lo cual los cristianos las escondían en lugares secretos y
sólo se exponían al público en sus liturgias.
Concluyendo,
la estructura de la iglesia cristiana primitiva tiene dos lugares litúrgicos:
el de la liturgia de la Palabra, en el centro del espacio, en el que se
encontraba el trono del Evangelio, la silla del Obispo y el ambón. En segundo
lugar, el sacrificio eucarístico se
celebraba en el ábside, junto al altar que mira al Oriente, rodeado por los
fieles a los que, también como una novedad aportada por el cristianismo, se
incorporan las mujeres.
Sorprendentemente,
comprobarás que a lo largo de más de veinte siglos, la Iglesia ha sido fiel a
esta disposición inicial y hoy encontramos en nuestras asambleas una estructura
con escasas variantes.
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