lunes, 23 de enero de 2012

LA CRISIS ICONOCLASTA




LA CRISIS ICONOCLASTA

El carácter anicónico propio del judaísmo está asentado en la Torá judía, nuestro Pentateuco. El libro del Éxodo formula claramente la prohibición veterotestamentaria: “No te harás escultura ni imagen alguna de cuanto hay arriba en el cielo ni de lo que hay abajo en la tierra ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahveh, tu Dios, soy un Dios celoso…” (Ex 20,4-5). El libro del Deuteronomio ofrece la justificación de este precepto: “Tened mucho cuidado de vosotros mismos: puesto que no visteis figura alguna el día en que Yahveh os habló en el Horeb de en medio del fuego, no vayáis a pervertiros y os hagáis alguna escultura de cualquier representación que sea: figura masculina o femenina, figura de alguna de las bestias de la tierra, figura de alguna de las aves que vuelan por el cielo, figura de alguno de los reptiles que serpean por el suelo, figura de alguno de los peces que hay en las aguas debajo de la tierra. Cuando levantes tus ojos al cielo, cuando veas el sol, la luna, las estrellas y todo el ejército de los cielos, no vayas a dejarte seducir y te postres ante ellos para darles culto” (Dt 4, 15-19).
Pero la aparición de Cristo en la tierra supuso una renovación de estas normativas. Cristo había liberado a los hombres de los ídolos, pero no negativamente, suprimiendo la imagen, sino positivamente, revelando el rostro humano de Dios. Sin embargo, eso no iba a ser fácil de percibir para unos cristianos que habían surgido de la tradición judía. Esta tendencia se resolvió con más facilidad en el arte paleocristiano, pero en el caso de Bizancio, la cuestión de las imágenes cobró unas dimensiones exorbitadas. Desde nuestra mentalidad moderna no es fácil comprender la trascendencia de esta querella, pero en realidad estaba en juego toda la concepción de la vida cristiana. Vamos a analizar los hechos.
El arte cristiano se había abierto paso entre los debates sobre la licitud de las imágenes. Frente a los recelos de los orígenes, con la paz de Constantino el arte se pone al servicio de la fe. Pero se mantenían dos tendencias opuestas: la de quienes consideraban las imágenes como mediaciones que ayudaban a percibir la revelación, y la de aquellos otros que negaban la valoración objetiva de la imagen como signo de la gloria y veían el riesgo de idolatría.
No me gustaría plantear esta querella de un modo maniqueísta, en la que los iconoclastas aparecieran como “los malos” y los iconófilos como “los buenos”. Prefiero pensar que había razones legítimas en ambas posturas. En gran parte, los iconoclastas querían prevenir la idolatría en una masa de fieles convertidos del paganismo idólatra que se verían demasiado tentados a retomar sus antiguas prácticas aunque con otra imaginería. No cabe duda de que se habían producido excesos en un culto que en ocasiones rozaba lo idolátrico. En la piedad popular se habían mezclado componentes mágicos que la habían degradado. Surgieron las imágenes “aquiropoietas” (no hechas por mano humana) que se suponían habían descendido del cielo, y otras a las que se atribuían capacidades milagrosas. Proliferaron leyendas de imágenes que lloraban, sangraban, curaban… ¿No te recuerdan estas actitudes a determinadas supersticiones populares revestidas de religiosidad presentes todavía hoy? A pesar de todo, ¿no crees que merece la pena correr el riesgo de una “devoción” desvirtuada antes que renunciar a rendir culto a las imágenes? Siempre ha sido una tentación del cristiano convertir su fe en una religión cualquiera, es decir, utilizarla para que Dios haga la propia voluntad. Sin embargo, sabemos que la fe es justamente lo opuesto, descubrir cuál es la voluntad de Dios en nuestra vida y cumplirla, en la seguridad de que en ella reside la propia felicidad.
Es posible que no todas las razones de los iconoclastas fueran nobles, pero tampoco las de todos los iconófilos. Sin duda había razones políticas y económicas que influyeron en la querella. Pero de lo que no hay duda es de que el iconoclasmo bizantino fue un movimiento imperial dirigido por la dinastía Isauria en el que influyó el deseo de debilitar el poder del clero y del monacato para afianzar el poder imperial, así como el deseo de homogeneizar la sociedad, asimilando a los cristianos con los judíos, islámicos o maniqueos, que no aprobaban las imágenes. Era evidente la pretensión de aumentar la propia soberanía a costa de rebajar la soberanía de Cristo. El fondo de la historia resulta familiar ¿verdad?
Los antecedentes directos de la crisis iconoclasta podemos encontrarlos en los decretos contra las imágenes que promulgaron los califas Omar II y Yezid III en zonas cristianas sometidas al Islam. Pero casi todas las fuentes ponen el detonante en el emperador de Constantinopla León III el Isáurico, sobrenombre extraño porque no era de Isauria sino de Siria, por lo que deducirás que se había criado en una tradición islámica, y por tanto anicónica. En el año 730, León III publicó un edicto contra el culto a las imágenes exceptuando el signo de la cruz, aunque sin la imagen del crucificado. Para predicar con el ejemplo, ordenó retirar el mosaico con la imagen de Cristo que presidía la puerta de su palacio. Pero en el momento de la retirada, se organizó espontáneamente un tumulto popular que costó  la vida a algunos de los soldados encargados de quitar la imagen de Cristo. Las represalias no se hicieron esperar. Se había desatado la crisis.
El papa Gregorio II envió al patriarca Germán una carta en defensa de la licitud de las imágenes. Como el patriarca se mostraba partidario de las imágenes, el emperador lo obligó a abandonar su cátedra para sustituirlo por Anastasio, adicto a la iconoclastia, con lo que la polémica se agudizó. Comenzó una sangrienta campaña de destrucción de imágenes, destierros e incluso martirio para los opositores. Como era de esperar, la persecución se desató también contra las reliquias. El emperador Constantino V el Coprónimo, hijo de León III, intensificó los ataques a los defensores de las imágenes, y en una actitud de evidente ingerencia, convocó en el 754 un Concilio en Hiereia que prohibió el culto a las imágenes, suprimió a la Virgen el título de “theotokos” (Madre de Dios), condenó el culto a los santos, proscribió el celibato y designó a los monjes como “adoradores de las tinieblas”. Como imaginarás, las comunidades monacales se resistieron a esta doctrina con todas sus fuerzas y comenzó una represión que parecía ir, más que contra el culto a las imágenes, directamente contra el monacato. A pesar de los esfuerzos imperiales, la Iglesia no reconoció el Concilio como ecuménico.
Una de las consecuencias de las persecuciones fue la erradicación de las imágenes bíblicas y teológicas de los muros de las iglesias, para verse sustituidas por decoraciones paisajistas, como se describe en la iglesia de las Blanquernas: “Entre tanto el tirano (Constantino V) destruye el templo augusto de Nuestra Señora de las Blanquernas, que antes había sido guarnecido con muros donde se expresaba con pinturas la encarnación del Verbo y sus grandes milagros y hechos hasta su ascensión y la venida del Espíritu Santo; y de esta forma, suprimidos todos los misterios de Cristo, convirtió la iglesia en un almacén de manzanas y de pájaros. Porque decorándola con pinturas de árboles, especies diversas de aves y bestias, y alas de cornejas y pavos, la dejó totalmente desnuda” (Vida de San Esteban el joven; PL 100, 1120)
Sinceramente, ¿no suena toda esta historia a un mero pretexto para atacar los conventos? Es lógico que el poder civil estuviera celoso del prestigio y la influencia que adquirían los monasterios. Su ejercicio de la caridad les había valido que muchos fieles le profesasen devoción, amén de la dirección espiritual, su protagonismo en la vida cultural, el esmerado cuidado de los templos y su liderazgo en la representación de la comunidad.
Es sospechoso que la censura de las imágenes no se sometiese al precepto bíblico que restringía cualquier representación figurativa, sino que sólo se refiriese a las imágenes de Cristo, la Virgen y los santos. Significativamente, los emperadores sustituyeron la imagen de la cruz que exhibían las monedas por su propio retrato, y mientras aniquilaban las imágenes de Cristo, no sólo no destruían las suyas, sino que  reclamaban para ellas el culto tradicional.
Pero además de estas pretensiones imperiales, verdaderamente existía un debate de las ideas, profundamente filosófico, en el que no voy a entrar. Lo que sí es cierto es que la a
iconoclastia tenía una componente del gnosticismo. Consideraba la Encarnación como una especie de viaje del Hijo de Dios por la tierra. Se alejaba del Padre para retornar después a Él sin más objetivo que transmitir una información salvadora a los hombres. De fondo aparece la oposición de cuerpo y alma con el consiguiente desprecio de lo carnal y la consideración de que el mal reside en la materia. Por el contrario, los iconófilos consideraban que el hombre no es un alma encarnada sino una carne animada: cuerpo y alma son creados simultáneamente porque forman un único ser. De aquí era fácil concluir que el valor salvador de la carne del Señor no era algo exterior a la gloria divina. El gran escollo para los iconoclastas se identificaba precisamente con la mayor grandeza, con el misterio más esperanzador: una existencia humana, una carne, se había convertido en el lugar de expresión de una persona divina. Dios no había poseído a un hombre, no había ocupado un cuerpo, sino que se había hecho hombre, se había hecho cuerpo. Y esta realidad cambiaba rotundamente las cosas. Efectivamente, cuando Dios habló en el Horeb no mostró forma alguna, pero ahora Cristo era la carne de Dios. Se lo podía ver y tocar. Al hacerse Cristo materia, la había santificado. Como afirma Evdokimov en El arte del icono (cap. VIII, pg. 209): “En Dios, la ausencia de la imagen sería una falta de plenitud”.

Será San Juan Damasceno (650-730) quien retome la tradición de los Padres de la Iglesia para reconstruir a partir de ella una teoría de la representación iconográfica y su significación teológica. No se limita a justificar los iconos, sino que afirma radicalmente que son imprescindibles para la fe. Presenta el arte como un lazarillo que nos conduce de la mano hacia Dios, y considera que su función principal es hacer visible lo invisible. Es de admirar en él la sencillez y radicalidad de afirmaciones tan profundas como esta: “Como estamos compuestos de una doble sustancia de alma y cuerpo (…) es imposible que nosotros, lejos de las cosas corporales, alcancemos las espirituales”. (De imaginibus III, 12; PG 94, 1336). De un modo muy astuto, acude a las Escrituras para mostrar cómo Dios ordenó decorar su templo con imágenes de querubines (Ex 25, 18-20). Resume muy bien su razonamiento el testimonio personal que ofrece en sus escritos: “Cuando cansado de estudiar dispongo de tiempo libre, me voy de buena gana a la iglesia y contemplo los cuadros (…) acarician mis ojos como las flores del campo; y la gloria de Dios desciende sobre mi alma. Porque en esos cuadros no veo sólo el esplendor decorativo, sino la constancia de los mártires y la distribución de las coronas, y adoro a Dios en los que dan testimonio de él”. (Discurso II; PG 94, 1268). Él fue modelo de muchos otros pensadores que desarrollarán los argumentos iconófilos.

Finalmente, será el Concilio II de Nicea (787) el que resuelva la crisis. El Papa Adriano I, en una carta al emperador Constantino VI y a su madre, la emperatriz regente Irene, presentaba una completa teología de las imágenes desde la práctica religiosa y no desde la especulación teórica. Esta carta se leyó al comienzo del Concilio y marcó las pautas de la doctrina conciliar. El primer fruto del Concilio fue declarar el culto a las imágenes como doctrina ortodoxa, y por tanto, condenar el iconoclasmo. Concluía que el culto debido a las imágenes había de ser semejante al que se le rinde a la Santa Cruz, a los evangelios o a otros objetos de culto. Asimismo, el Concilio anatemizaba el Conciliábulo de Hiereia que, como habíamos visto, se había celebrado por mandato imperial sin participación de la Santa Sede. La crisis iconoclasta se había resuelto.
 
Con todo, existió una segunda fase iconoclasta. En el año 815 se nombró emperador a León V el Armenio, quien se autoproclamó iconoclasta, destituyó al patriarca Nicéforo y se reunió en Santa Sofía para restituir las enseñanzas de Hiereia. Comenzaron de nuevo las persecuciones y las destrucciones de imágenes y reliquias. Pero esta fase fue muy breve, porque en el año 843 se restableció la ortodoxia. Durante la regencia de Miguel III asumida por la emperatriz Teodora (su madre) se reunió el Concilio IV de Constantinopla en el que el patriarca Metodio restableció las enseñanzas de Nicea. Se obtuvo una verdadera paz que en el Oriente cristiano se conmemoró con la fiesta del Triunfo de la Ortodoxia. Como también sucede en la mayoría de nuestras fiestas y celebraciones, encuentran su origen en una alegría vinculada a la fe.
 
Este es el panorama de la crisis que pudo cambiar la historia de la humanidad. Quiero llamar la atención sobre un dato muy revelador. El iconoclasmo no sólo afectaba a los iconos, sino que al mismo tiempo incidía en la vida monacal, en el culto a los santos, en el misterio de la naturaleza divina, en la persona de Cristo, en la maternidad divina de María, en el culto a las reliquias. Por eso, en palabras de Casas Otero en su obra Estética y culto iconográfico (Cap 6, pg.239): “el triunfo del icono en Oriente es el triunfo de toda fundamentación dogmática y de toda la plenitud de su verdad”. No en vano, la crisis había suscitado una enriquecedora reflexión teológica sobre la legitimidad, la función y el uso de las imágenes que sentaría las bases para un culto adecuado.
 

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