LA CRISIS ICONOCLASTA
El carácter anicónico propio del judaísmo está asentado
en la Torá judía, nuestro Pentateuco. El libro del Éxodo formula claramente la
prohibición veterotestamentaria: “No te
harás escultura ni imagen alguna de cuanto hay arriba en el cielo ni de lo que
hay abajo en la tierra ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te
postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahveh, tu Dios, soy un Dios
celoso…” (Ex 20,4-5). El libro del Deuteronomio ofrece la justificación de
este precepto: “Tened mucho cuidado de
vosotros mismos: puesto que no visteis figura alguna el día en que Yahveh os
habló en el Horeb de en medio del fuego, no vayáis a pervertiros y os hagáis
alguna escultura de cualquier representación que sea: figura masculina o
femenina, figura de alguna de las bestias de la tierra, figura de alguna de las
aves que vuelan por el cielo, figura de alguno de los reptiles que serpean por
el suelo, figura de alguno de los peces que hay en las aguas debajo de la
tierra. Cuando levantes tus ojos al cielo, cuando veas el sol, la luna, las
estrellas y todo el ejército de los cielos, no vayas a dejarte seducir y te
postres ante ellos para darles culto” (Dt 4, 15-19).
Pero la
aparición de Cristo en la tierra supuso una renovación de estas normativas.
Cristo había liberado a los hombres de los ídolos, pero no negativamente,
suprimiendo la imagen, sino positivamente, revelando el rostro humano de Dios.
Sin embargo, eso no iba a ser fácil de percibir para unos cristianos que habían
surgido de la tradición judía. Esta tendencia
se resolvió con más facilidad en el arte paleocristiano, pero en el caso de Bizancio, la cuestión de las
imágenes cobró unas dimensiones exorbitadas. Desde nuestra mentalidad moderna
no es fácil comprender la trascendencia de esta querella, pero en realidad
estaba en juego toda la concepción de la vida cristiana. Vamos a analizar los
hechos.
El
arte cristiano se había abierto paso entre los debates sobre la licitud de las
imágenes. Frente a los recelos de los orígenes, con la paz de Constantino el
arte se pone al servicio de la fe. Pero se mantenían dos tendencias opuestas:
la de quienes consideraban las imágenes como mediaciones que ayudaban a percibir
la revelación, y la de aquellos otros que negaban la valoración objetiva de la
imagen como signo de la gloria y veían el riesgo de idolatría.
No me gustaría
plantear esta querella de un modo maniqueísta, en la que los iconoclastas
aparecieran como “los malos” y los iconófilos como “los buenos”. Prefiero
pensar que había razones legítimas en ambas posturas. En gran parte, los
iconoclastas querían prevenir la idolatría en una masa de fieles convertidos
del paganismo idólatra que se verían demasiado tentados a retomar sus antiguas
prácticas aunque con otra imaginería. No cabe duda de que se habían producido
excesos en un culto que en ocasiones rozaba lo idolátrico. En la piedad popular
se habían mezclado componentes mágicos que la habían degradado. Surgieron las
imágenes “aquiropoietas” (no hechas por mano humana) que se suponían habían
descendido del cielo, y otras a las que se atribuían capacidades milagrosas.
Proliferaron leyendas de imágenes que lloraban, sangraban, curaban… ¿No te
recuerdan estas actitudes a determinadas supersticiones populares revestidas de
religiosidad presentes todavía hoy? A pesar de todo, ¿no crees que merece la
pena correr el riesgo de una “devoción” desvirtuada antes que renunciar a
rendir culto a las imágenes? Siempre ha sido una tentación del cristiano
convertir su fe en una religión cualquiera, es decir, utilizarla para que Dios
haga la propia voluntad. Sin embargo, sabemos que la fe es justamente lo
opuesto, descubrir cuál es la voluntad de Dios en nuestra vida y cumplirla, en la
seguridad de que en ella reside la propia felicidad.
Es
posible que no todas las razones de los iconoclastas fueran nobles, pero
tampoco las de todos los iconófilos. Sin duda había razones políticas y
económicas que influyeron en la querella. Pero de lo que no hay duda es de que
el iconoclasmo bizantino fue un movimiento imperial dirigido por la dinastía
Isauria en el que influyó el deseo de debilitar el poder del clero y del
monacato para afianzar el poder imperial, así como el deseo de homogeneizar la
sociedad, asimilando a los cristianos con los judíos, islámicos o maniqueos,
que no aprobaban las imágenes. Era evidente la pretensión de aumentar la propia
soberanía a costa de rebajar la soberanía de Cristo. El fondo de la historia
resulta familiar ¿verdad?
Los
antecedentes directos de la crisis iconoclasta podemos encontrarlos en los
decretos contra las imágenes que promulgaron los califas Omar II y Yezid III en
zonas cristianas sometidas al Islam. Pero casi todas las fuentes ponen el
detonante en el emperador de Constantinopla León III el Isáurico, sobrenombre
extraño porque no era de Isauria sino de Siria, por lo que deducirás que se
había criado en una tradición islámica, y por tanto anicónica. En el año 730,
León III publicó un edicto contra el culto a las imágenes exceptuando el signo
de la cruz, aunque sin la imagen del crucificado. Para predicar con el ejemplo,
ordenó retirar el mosaico con la imagen de Cristo que presidía la puerta de su
palacio. Pero en el momento de la retirada, se organizó espontáneamente un
tumulto popular que costó la vida a
algunos de los soldados encargados de quitar la imagen de Cristo. Las
represalias no se hicieron esperar. Se había desatado la crisis.
El
papa Gregorio II envió al patriarca Germán una carta en defensa de la licitud
de las imágenes. Como el patriarca se mostraba partidario de las imágenes, el
emperador lo obligó a abandonar su cátedra para sustituirlo por Anastasio,
adicto a la iconoclastia, con lo que la polémica se agudizó. Comenzó una
sangrienta campaña de destrucción de imágenes, destierros e incluso martirio
para los opositores. Como era de esperar, la persecución se desató también
contra las reliquias. El emperador Constantino V el Coprónimo, hijo de León
III, intensificó los ataques a los defensores de las imágenes, y en una actitud
de evidente ingerencia, convocó en el 754 un Concilio en Hiereia que prohibió
el culto a las imágenes, suprimió a la Virgen el título de “theotokos” (Madre
de Dios), condenó el culto a los santos, proscribió el celibato y designó a los
monjes como “adoradores de las tinieblas”. Como imaginarás, las comunidades
monacales se resistieron a esta doctrina con todas sus fuerzas y comenzó una
represión que parecía ir, más que contra el culto a las imágenes, directamente
contra el monacato. A pesar de los esfuerzos imperiales, la Iglesia no
reconoció el Concilio como ecuménico.
Una
de las consecuencias de las persecuciones fue la erradicación de las imágenes
bíblicas y teológicas de los muros de las iglesias, para verse sustituidas por
decoraciones paisajistas, como se describe en la iglesia de las Blanquernas: “Entre tanto el tirano (Constantino V) destruye el templo augusto de Nuestra Señora
de las Blanquernas, que antes había sido guarnecido con muros donde se
expresaba con pinturas la encarnación del Verbo y sus grandes milagros y hechos
hasta su ascensión y la venida del Espíritu Santo; y de esta forma, suprimidos
todos los misterios de Cristo, convirtió la iglesia en un almacén de manzanas y
de pájaros. Porque decorándola con pinturas de árboles, especies diversas de
aves y bestias, y alas de cornejas y pavos, la dejó totalmente desnuda”
(Vida de San Esteban el joven; PL 100, 1120)
Sinceramente,
¿no suena toda esta historia a un mero pretexto para atacar los conventos? Es
lógico que el poder civil estuviera celoso del prestigio y la influencia que
adquirían los monasterios. Su ejercicio de la caridad les había valido que
muchos fieles le profesasen devoción, amén de la dirección espiritual, su
protagonismo en la vida cultural, el esmerado cuidado de los templos y su
liderazgo en la representación de la comunidad.
Es
sospechoso que la censura de las imágenes no se sometiese al precepto bíblico
que restringía cualquier representación figurativa, sino que sólo se refiriese
a las imágenes de Cristo, la Virgen y los santos. Significativamente, los
emperadores sustituyeron la imagen de la cruz que exhibían las monedas por su
propio retrato, y mientras aniquilaban las imágenes de Cristo, no sólo no
destruían las suyas, sino que reclamaban
para ellas el culto tradicional.
Pero
además de estas pretensiones imperiales, verdaderamente existía un debate de
las ideas, profundamente filosófico, en el que no voy a entrar. Lo que sí es cierto es que la a
iconoclastia tenía una componente del gnosticismo. Consideraba la Encarnación como una especie de viaje del Hijo de Dios por la tierra. Se alejaba del Padre para retornar después a Él sin más objetivo que transmitir una información salvadora a los hombres. De fondo aparece la oposición de cuerpo y alma con el consiguiente desprecio de lo carnal y la consideración de que el mal reside en la materia. Por el contrario, los iconófilos consideraban que el hombre no es un alma encarnada sino una carne animada: cuerpo y alma son creados simultáneamente porque forman un único ser. De aquí era fácil concluir que el valor salvador de la carne del Señor no era algo exterior a la gloria divina. El gran escollo para los iconoclastas se identificaba precisamente con la mayor grandeza, con el misterio más esperanzador: una existencia humana, una carne, se había convertido en el lugar de expresión de una persona divina. Dios no había poseído a un hombre, no había ocupado un cuerpo, sino que se había hecho hombre, se había hecho cuerpo. Y esta realidad cambiaba rotundamente las cosas. Efectivamente, cuando Dios habló en el Horeb no mostró forma alguna, pero ahora Cristo era la carne de Dios. Se lo podía ver y tocar. Al hacerse Cristo materia, la había santificado. Como afirma Evdokimov en El arte del icono (cap. VIII, pg. 209): “En Dios, la ausencia de la imagen sería una falta de plenitud”.
Será San Juan Damasceno (650-730) quien retome la tradición de los
Padres de la Iglesia para reconstruir a partir de ella una teoría de la
representación iconográfica y su significación teológica. No se limita a
justificar los iconos, sino que afirma radicalmente que son imprescindibles
para la fe. Presenta el arte como un lazarillo que nos conduce de la mano hacia
Dios, y considera que su función principal es hacer visible lo invisible. Es de
admirar en él la sencillez y radicalidad de afirmaciones tan profundas como
esta: “Como estamos compuestos de una
doble sustancia de alma y cuerpo (…)
es imposible que nosotros, lejos de las cosas corporales, alcancemos las
espirituales”. (De imaginibus
III, 12; PG 94, 1336). De un modo muy astuto, acude a las Escrituras para
mostrar cómo Dios ordenó decorar su templo con imágenes de querubines (Ex 25,
18-20). Resume muy bien su razonamiento el testimonio personal que ofrece en
sus escritos: “Cuando cansado de estudiar
dispongo de tiempo libre, me voy de buena gana a la iglesia y contemplo los
cuadros (…) acarician mis ojos como
las flores del campo; y la gloria de Dios desciende sobre mi alma. Porque en
esos cuadros no veo sólo el esplendor decorativo, sino la constancia de los
mártires y la distribución de las coronas, y adoro a Dios en los que dan
testimonio de él”. (Discurso II;
PG 94, 1268). Él fue modelo de muchos otros pensadores que desarrollarán los argumentos iconófilos.
Finalmente, será el Concilio II de Nicea (787) el que resuelva la crisis. El Papa Adriano I, en una carta al emperador Constantino VI y a su madre, la emperatriz regente Irene, presentaba una completa teología de las imágenes desde la práctica religiosa y no desde la especulación teórica. Esta carta se leyó al comienzo del Concilio y marcó las pautas de la doctrina conciliar. El primer fruto del Concilio fue declarar el culto a las imágenes como doctrina ortodoxa, y por tanto, condenar el iconoclasmo. Concluía que el culto debido a las imágenes había de ser semejante al que se le rinde a la Santa Cruz, a los evangelios o a otros objetos de culto. Asimismo, el Concilio anatemizaba el Conciliábulo de Hiereia que, como habíamos visto, se había celebrado por mandato imperial sin participación de la Santa Sede. La crisis iconoclasta se había resuelto.
iconoclastia tenía una componente del gnosticismo. Consideraba la Encarnación como una especie de viaje del Hijo de Dios por la tierra. Se alejaba del Padre para retornar después a Él sin más objetivo que transmitir una información salvadora a los hombres. De fondo aparece la oposición de cuerpo y alma con el consiguiente desprecio de lo carnal y la consideración de que el mal reside en la materia. Por el contrario, los iconófilos consideraban que el hombre no es un alma encarnada sino una carne animada: cuerpo y alma son creados simultáneamente porque forman un único ser. De aquí era fácil concluir que el valor salvador de la carne del Señor no era algo exterior a la gloria divina. El gran escollo para los iconoclastas se identificaba precisamente con la mayor grandeza, con el misterio más esperanzador: una existencia humana, una carne, se había convertido en el lugar de expresión de una persona divina. Dios no había poseído a un hombre, no había ocupado un cuerpo, sino que se había hecho hombre, se había hecho cuerpo. Y esta realidad cambiaba rotundamente las cosas. Efectivamente, cuando Dios habló en el Horeb no mostró forma alguna, pero ahora Cristo era la carne de Dios. Se lo podía ver y tocar. Al hacerse Cristo materia, la había santificado. Como afirma Evdokimov en El arte del icono (cap. VIII, pg. 209): “En Dios, la ausencia de la imagen sería una falta de plenitud”.
Finalmente, será el Concilio II de Nicea (787) el que resuelva la crisis. El Papa Adriano I, en una carta al emperador Constantino VI y a su madre, la emperatriz regente Irene, presentaba una completa teología de las imágenes desde la práctica religiosa y no desde la especulación teórica. Esta carta se leyó al comienzo del Concilio y marcó las pautas de la doctrina conciliar. El primer fruto del Concilio fue declarar el culto a las imágenes como doctrina ortodoxa, y por tanto, condenar el iconoclasmo. Concluía que el culto debido a las imágenes había de ser semejante al que se le rinde a la Santa Cruz, a los evangelios o a otros objetos de culto. Asimismo, el Concilio anatemizaba el Conciliábulo de Hiereia que, como habíamos visto, se había celebrado por mandato imperial sin participación de la Santa Sede. La crisis iconoclasta se había resuelto.
Con
todo, existió una segunda fase
iconoclasta. En el año 815 se nombró emperador a León V el Armenio, quien
se autoproclamó iconoclasta, destituyó al patriarca Nicéforo y se reunió en
Santa Sofía para restituir las enseñanzas de Hiereia. Comenzaron de nuevo las
persecuciones y las destrucciones de imágenes y reliquias. Pero esta fase fue
muy breve, porque en el año 843 se restableció la ortodoxia. Durante la
regencia de Miguel III asumida por la emperatriz Teodora (su madre) se reunió
el Concilio IV de Constantinopla en el que el patriarca Metodio restableció las
enseñanzas de Nicea. Se obtuvo una verdadera paz que en el Oriente cristiano se
conmemoró con la fiesta del Triunfo de la Ortodoxia. Como también sucede en la
mayoría de nuestras fiestas y celebraciones, encuentran su origen en una
alegría vinculada a la fe.
Este es el panorama de la crisis que pudo cambiar la
historia de la humanidad. Quiero llamar la atención sobre un dato muy
revelador. El iconoclasmo no sólo afectaba a los iconos, sino que al mismo
tiempo incidía en la vida monacal, en el culto a los santos, en el misterio de
la naturaleza divina, en la persona de Cristo, en la maternidad divina de
María, en el culto a las reliquias. Por eso, en palabras de Casas Otero en su
obra Estética y culto iconográfico
(Cap 6, pg.239): “el triunfo del icono en
Oriente es el triunfo de toda fundamentación dogmática y de toda la plenitud de
su verdad”. No en vano, la crisis había suscitado una enriquecedora
reflexión teológica sobre la legitimidad, la función y el uso de las imágenes
que sentaría las bases para un culto adecuado.
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