viernes, 3 de febrero de 2012

Las catacumbas de San Calixto



ASISTIR AL ESPECTÁCULO DE LA VIDA

Las catacumbas de San Calixto

Las catacumbas pertenecen a la cuna del cristianismo y se consideran  el  archivo de la Iglesia primitiva. Documentan los usos y costumbres, los ritos y el Credo de los primeros cristianos. Pero sobre todo, testimonian una fe vivida con radicalidad y constituyen una perenne escuela de esperanza y caridad. En las catacumbas todo habla de vida más que de muerte.

Los primeros cristianos no sepultaron su fe y su vida bajo tierra, sino que vivieron la vida común de sus pueblos en la familia, en la sociedad, en todas las tareas y profesiones. Fueron testigos de la fe en Cristo muerto y resucitado y lo predicaron en todos los ámbitos. Pero fue en las catacumbas donde aquellos cristianos encontraron la fuerza para afrontar las persecuciones y la misión, mientras oraban al Señor e invocaban la intercesión de los mártires.

         Las catacumbas son una prueba histórica de que la Iglesia, desde sus orígenes, ha sido Madre de mártires y de cristianos que vivían el amor a Cristo en lo cotidiano. Y aún hoy, presentan un testimonio de fe palpable, ofrecen un espacio para la oración, muestran las profundas raíces de la Iglesia apostólica.

El nombre “catacumba”:

Si los paganos llamaban a sus cementerios “necrópolis” (ciudad de los muertos), los cristianos idearon la palabra “cementerio”, derivado del verbo “dormir” en griego. Era una manera de expresar su fe en la resurrección de los cuerpos.

         El término “catacumba” no lo emplearon los primeros cristianos, sino que comenzó a usarse en el medioevo, en referencia al nombre topográfico de una hondonada situada en la vía Appia, donde se encontraban las catacumbas de San Sebastián. De ahí se hizo extensivo para denominar los cementerios paleocristianos subterráneos.

Historia de las catacumbas:

         Durante el primer siglo, los cristianos de Roma no tuvieron cementerios propios. Fue en el siglo II cuando algunos conversos adinerados cedieron sus fincas rústicas para el enterramiento de sus hermanos en la fe menos favorecidos.

         Los cristianos vivían tan intensamente el sentido de comunidad que deseaban encontrarse juntos también en el “sueño de la muerte”. Este hecho hizo necesaria la excavación de galerías subterráneas que permitiesen albergar mayor número de nichos. A este motivo se unía el rechazo de la costumbre pagana de la incineración, fruto del respeto que profesaban hacia el cuerpo, destinado a la resurrección de los muertos.

         En su origen, estos espacios fueron sólo lugar de sepultura. Los cristianos se reunían en ellos para celebrar los ritos de los funerales y los aniversarios de los difuntos. Es pura leyenda que se utilizasen como lugar para esconderse, aunque, en casos excepcionales, sirvieron de refugio provisional para la celebración de la Eucaristía en tiempos de persecución.

         Terminadas las persecuciones en el siglo IV, especialmente con el Papa San Dámaso, las catacumbas se convirtieron en verdaderos santuarios de los mártires, centros de devoción y de peregrinación.

         Pero la invasión de los bárbaros en el siglo VI provocó la destrucción sistemática de muchos lugares sagrados y las tumbas fueron saqueadas. Impotentes frente a tales devastaciones, los papas de los siglos VIII y IX decidieron trasladar las reliquias de los mártires y los santos a las iglesias de la ciudad. Como consecuencia, las catacumbas conocieron una especie de abandono forzoso, aunque algunas siguieron siendo visitadas por los peregrinos.

Será en el siglo XVI cuando son redescubiertas por un grupo de eruditos que integraba un activo círculo cultural en torno a San Felipe Neri. El llamado “Cristóbal Colón de las catacumbas”, el arqueólogo A. Bosio asumirá su estudio científico.

Desde entonces, el interés por las catacumbas no ha decaído jamás, hasta alcanzar su apogeo en el siglo XIX cuando, por el encuentro entre Pío IX y el arqueólogo J. B. de Rossi, nacieron la arqueología cristiana, como disciplina histórica y científica, y la Comisión de arqueología sacra, instituida para una más eficaz tutela de los cementerios romanos.

El complejo calixtiniano:

Comprende la vía Appia Antica, la vía Ardeatina y el “barrio de las Siete Iglesias” y lo constituyen varios núcleos cementeriales que suman casi 20 kilómetros de galerías y medio millón de tumbas. Del conjunto tienen un particular interés las Criptas de Lucina y las Catacumbas de San Calixto que, desde el siglo IV, formaban un solo cementerio.

San Calixto fue el primer cementerio oficial de la comunidad de Roma, el sepulcro de los Papas del siglo III. Al igual que muchos otros cementerios, no se excavaron en una sola fase, sino que tuvieron su origen por la unión de muchos hipogeos (sepulturas subterráneas).

Su zona de origen fue la llamada “Área prima”, que en el siglo III fue extendiéndose hasta completar el conjunto que hoy conocemos. Por donación del propietario, pasó a depender de la comunidad cristiana, es decir, de la Iglesia de Roma. El papa Ceferino confió su administración a Calixto, un diácono que había sido esclavo, después liberto y más tarde condenado en las minas, para ser finalmente liberado.

La misión confiada a Calixto era la de asegurar una sepultura a todos los cristianos, sobre todo a los pobres y esclavos. Una decisión papal que manifestaba el interés del clero por promover iniciativas en favor de los fieles. Calixto sería el próximo Papa, que moriría mártir sin poder ser enterrado en el cementerio que lleva su nombre en su honor.

         El cementerio subterráneo consta de distintas áreas. Las Criptas de Lucina y la zona de los Papas y de Santa Cecilia son los núcleos más antiguos (siglo II). Las otras zonas reciben el nombre de San Milcíades,  San Cayo y San Eusebio (siglo III), Occidental y Liberiana (s. IV). Además de muchas criptas de expresiva iconografía, ricas en simbolismos bíblicos y sacramentales, con inscripciones de cristianos que suponen auténticas profesiones de fe.  

         En San Calixto se encuentran enterrados 56 mártires, 5 de ellos papas (Ponciano, Fabián, Sixto II, Eusebio y Cornelio) y también muchos santos, algunos de ellos papas y obispos. Pero las suyas no son historias cruentas de sangre e injusticias, son historias que desvelan un amor por el que merece la pena entregar la propia la vida. Historias que ayudan a vivir, como la de San Tarsicio, el chico asesinado por impedir que profanasen el Cuerpo de Cristo que él llevaba a los presos.

         Pío IX, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II son algunos de los papas que han acudido en peregrinación para orar junto a las tumbas de San Calixto. Hay constancia de la visita de otros peregrinos distinguidos como Petrarca, Santa Brígida de Suecia, su hija Santa Catalina, San Juan Bosco o Santa Teresa de Lisieux. San Felipe Neri se pasaba noches enteras orando en las catacumbas. También San Carlos Borromeo. Y millones de fieles peregrinos anónimos que se han acercado a contemplar y a tocar los orígenes de su fe.

Homenaje a la vida:

         Lejos de tratarse de una macabra colección de tumbas, San Calixto constituye uno de los más preciosos testigos de una forma de vida que era un hecho entre los cristianos de los primeros tiempos. La multitud de inscripciones que pueblan las catacumbas, especialmente en la zona Liberiana, aluden a la belleza de la vida cristiana. Presentan el matrimonio como una comunión de almas y cuerpos,  recogen la intensidad de los lazos familiares, documentan el culto a los mártires, alaban la virginidad, la entrega al servicio de la sociedad, y sobre todo, respiran fe en la vida eterna.

         El cristianismo nunca ha sido una religión, sino un modo distinto de vivir, de percibir la realidad. San Calixto constata que esta ha sido la naturaleza de la Iglesia desde sus orígenes. No se trata de compartir una ideología, de adherirse a unas creencias. La historia narra cómo tantas personas pusieron su vida al servicio de sus hermanos en la fe, y cómo otros la entregaron por no renunciar a Quien les regalaba la verdadera Vida. Visitando los nichos de aquellos difuntos, no se asiste al espectáculo de la muerte, sino al de la Vida. No hay tristeza, sino alegría, porque el martirio supone la victoria de la libertad frente a la coacción, la victoria de Cristo.

Hoy, la Iglesia universal proclama que su sangre derramada ha sido semilla de cristianos, y que no están muertos, sino que viven.

Rev. Primer Día nº 34. Enero 03

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