ASISTIR AL ESPECTÁCULO DE LA VIDA
Las catacumbas de San Calixto
Las catacumbas pertenecen a la
cuna del cristianismo y se consideran
el archivo de la Iglesia
primitiva. Documentan los usos y costumbres, los ritos y el Credo de los primeros
cristianos. Pero sobre todo, testimonian una fe vivida con radicalidad y
constituyen una perenne escuela de esperanza y caridad. En las catacumbas todo
habla de vida más que de muerte.
Los
primeros cristianos no sepultaron su fe y su vida bajo tierra, sino que
vivieron la vida común de sus pueblos en la familia, en la sociedad, en todas
las tareas y profesiones. Fueron testigos de la fe en Cristo muerto y
resucitado y lo predicaron en todos los ámbitos. Pero fue en las catacumbas
donde aquellos cristianos encontraron la fuerza para afrontar las persecuciones
y la misión, mientras oraban al Señor e invocaban la intercesión de los
mártires.
Las catacumbas son una
prueba histórica de que la Iglesia, desde sus orígenes, ha sido Madre de
mártires y de cristianos que vivían el amor a Cristo en lo cotidiano. Y aún
hoy, presentan un testimonio de fe palpable, ofrecen un espacio para la
oración, muestran las profundas raíces de la Iglesia apostólica.
El
nombre “catacumba”:
Si los
paganos llamaban a sus cementerios “necrópolis” (ciudad de los muertos), los
cristianos idearon la palabra “cementerio”, derivado del verbo “dormir” en
griego. Era una manera de expresar su fe en la resurrección de los cuerpos.
El
término “catacumba” no lo emplearon los primeros cristianos, sino que comenzó a
usarse en el medioevo, en referencia al nombre topográfico de una hondonada
situada en la vía Appia, donde se encontraban las catacumbas de San Sebastián.
De ahí se hizo extensivo para denominar los cementerios paleocristianos subterráneos.
Historia de las catacumbas:
Durante el primer siglo, los
cristianos de Roma no tuvieron cementerios propios. Fue en el siglo II cuando
algunos conversos adinerados cedieron sus fincas rústicas para el enterramiento
de sus hermanos en la fe menos favorecidos.
Los
cristianos vivían tan intensamente el sentido de comunidad que deseaban
encontrarse juntos también en el “sueño de la muerte”. Este hecho hizo
necesaria la excavación de galerías subterráneas que permitiesen albergar mayor
número de nichos. A este motivo se unía el rechazo de la costumbre pagana de la
incineración, fruto del respeto que profesaban hacia el cuerpo, destinado a la
resurrección de los muertos.
En su
origen, estos espacios fueron sólo lugar de sepultura. Los cristianos se
reunían en ellos para celebrar los ritos de los funerales y los aniversarios de
los difuntos. Es pura leyenda que se utilizasen como lugar para esconderse,
aunque, en casos excepcionales, sirvieron de refugio provisional para la
celebración de la Eucaristía en tiempos de persecución.
Terminadas
las persecuciones en el siglo IV, especialmente con el Papa San Dámaso, las
catacumbas se convirtieron en verdaderos santuarios de los mártires, centros de
devoción y de peregrinación.
Pero la
invasión de los bárbaros en el siglo VI provocó la destrucción sistemática de
muchos lugares sagrados y las tumbas fueron saqueadas. Impotentes frente a
tales devastaciones, los papas de los siglos VIII y IX decidieron trasladar las
reliquias de los mártires y los santos a las iglesias de la ciudad. Como
consecuencia, las catacumbas conocieron una especie de abandono forzoso, aunque
algunas siguieron siendo visitadas por los peregrinos.
Será en el siglo XVI cuando
son redescubiertas por un grupo de eruditos que integraba un activo círculo
cultural en torno a San Felipe Neri. El llamado “Cristóbal Colón de las
catacumbas”, el arqueólogo A. Bosio asumirá su estudio científico.
Desde entonces, el interés por
las catacumbas no ha decaído jamás, hasta alcanzar su apogeo en el siglo XIX
cuando, por el encuentro entre Pío IX y el arqueólogo J. B. de Rossi, nacieron
la arqueología cristiana, como disciplina histórica y científica, y la Comisión
de arqueología sacra, instituida para una más eficaz tutela de los
cementerios romanos.
El complejo calixtiniano:
Comprende la vía Appia Antica,
la vía Ardeatina y el “barrio de las Siete Iglesias” y lo constituyen varios
núcleos cementeriales que suman casi 20 kilómetros de galerías y medio millón
de tumbas. Del conjunto tienen un particular interés las Criptas de Lucina y
las Catacumbas de San Calixto que, desde el siglo IV, formaban un solo
cementerio.
San Calixto fue el primer
cementerio oficial de la comunidad de Roma, el sepulcro de los Papas del siglo
III. Al igual que muchos otros cementerios, no se excavaron en una sola fase,
sino que tuvieron su origen por la unión de muchos hipogeos (sepulturas
subterráneas).
Su zona de origen fue la
llamada “Área prima”, que en el siglo III fue extendiéndose hasta completar el
conjunto que hoy conocemos. Por donación del propietario, pasó a depender de la
comunidad cristiana, es decir, de la Iglesia de Roma. El papa Ceferino confió
su administración a Calixto, un diácono que había sido esclavo, después liberto
y más tarde condenado en las minas, para ser finalmente liberado.
La misión confiada a Calixto
era la de asegurar una sepultura a todos los cristianos, sobre todo a los
pobres y esclavos. Una decisión papal que manifestaba el interés del clero por
promover iniciativas en favor de los fieles. Calixto sería el próximo Papa, que
moriría mártir sin poder ser enterrado en el cementerio que lleva su nombre en
su honor.
El
cementerio subterráneo consta de distintas áreas. Las Criptas de Lucina y la
zona de los Papas y de Santa Cecilia son los núcleos más antiguos (siglo II).
Las otras zonas reciben el nombre de San Milcíades, San Cayo y San Eusebio (siglo III),
Occidental y Liberiana (s. IV). Además de muchas criptas de expresiva
iconografía, ricas en simbolismos bíblicos y sacramentales, con inscripciones
de cristianos que suponen auténticas profesiones de fe.
En San
Calixto se encuentran enterrados 56 mártires, 5 de ellos papas (Ponciano,
Fabián, Sixto II, Eusebio y Cornelio) y también muchos santos, algunos de ellos
papas y obispos. Pero las suyas no son historias cruentas de sangre e
injusticias, son historias que desvelan un amor por el que merece la pena
entregar la propia la vida. Historias que ayudan a vivir, como la de San
Tarsicio, el chico asesinado por impedir que profanasen el Cuerpo de Cristo que
él llevaba a los presos.
Pío IX,
Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II son algunos de los papas que han acudido
en peregrinación para orar junto a las tumbas de San Calixto. Hay constancia de
la visita de otros peregrinos distinguidos como Petrarca, Santa Brígida de
Suecia, su hija Santa Catalina, San Juan Bosco o Santa Teresa de Lisieux. San
Felipe Neri se pasaba noches enteras orando en las catacumbas. También San
Carlos Borromeo. Y millones de fieles peregrinos anónimos que se han acercado a
contemplar y a tocar los orígenes de su fe.
Homenaje a la vida:
Lejos
de tratarse de una macabra colección de tumbas, San Calixto constituye uno de
los más preciosos testigos de una forma de vida que era un hecho entre los
cristianos de los primeros tiempos. La multitud de inscripciones que pueblan
las catacumbas, especialmente en la zona Liberiana, aluden a la belleza de la
vida cristiana. Presentan el matrimonio como una comunión de almas y
cuerpos, recogen la intensidad de los
lazos familiares, documentan el culto a los mártires, alaban la virginidad, la
entrega al servicio de la sociedad, y sobre todo, respiran fe en la vida
eterna.
El
cristianismo nunca ha sido una religión, sino un modo distinto de vivir, de
percibir la realidad. San Calixto constata que esta ha sido la naturaleza de la
Iglesia desde sus orígenes. No se trata de compartir una ideología, de
adherirse a unas creencias. La historia narra cómo tantas personas pusieron su
vida al servicio de sus hermanos en la fe, y cómo otros la entregaron por no
renunciar a Quien les regalaba la verdadera Vida. Visitando los nichos de
aquellos difuntos, no se asiste al espectáculo de la muerte, sino al de la
Vida. No hay tristeza, sino alegría, porque el martirio supone la victoria de
la libertad frente a la coacción, la victoria de Cristo.
Hoy, la Iglesia universal
proclama que su sangre derramada ha sido semilla de cristianos, y que no están
muertos, sino que viven.
Rev. Primer Día nº 34. Enero 03
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