jueves, 2 de febrero de 2012

Paraklesion de S. Salvador en Chora



                                                         ROMPER LA MUERTE
                     Un fresco sobre la victoria de Cristo en los infiernos

El misterio pascual es una historia de amor. Por eso la única respuesta verdaderamente cristiana es la alegría, incluso frente al sufrimiento y la muerte. Junto a la certeza de la Resurrección, hay otra realidad menos conocida pero esencial en la fe de la Iglesia: el descenso de Cristo a los infiernos. A pesar de su aparente negrura, este artículo del Credo plasmado en un bellísimo fresco bizantino, proyecta una brillante luz sobre nuestra compresión de la Pascua.

           En su locura de amor, Dios “inventa” la Encarnación para mostrar al hombre, su amado infiel, que lo quiere hasta morir por él. Pero la Crucifixión no constituye su única prueba de amor. El descenso de Cristo a los infiernos hace presente que el amor es más fuerte que la muerte y rompe las barreras del espacio y del tiempo. No sólo confirma el carácter real (no aparente) de su muerte, sino que proclama el inicio de su glorificación y de la de los justos de todos los tiempos, alcanzando incluso al primer hombre creado.

Hay que comenzar aclarando que la expresión “infiernos” no se refiere al estado de condena del hombre, sino a la morada de los muertos, que en hebreo era “sheol” y en griego “hades”. Este ámbito se ha representado en el fresco que decora el ábside del paraclesión (capilla lateral) de San Salvador de Chora, también llamada Kariye Camy, que se encuentra en Estambul, la antigua Constantinopla. Las intensas tareas de limpieza de la cal musulmana han restituido toda su riqueza a estas excepcionales pinturas del Renacimiento bizantino de los primeros años del siglo XIV.

         La composición muestra a Cristo situado en el centro, con las vestiduras blancas y luminosas propias de la gloria divina, pero cuyos pliegues apretados junto a los pies y en la cintura parecen aludir a las vendas de la mortaja que acaban de desatarse. Verdaderamente, Jesús murió, fue sepultado y descendió a los infiernos, pero estos no podían retenerlo. Al contrario, Cristo nace místicamente en los infiernos, y allí recibe un nuevo bautismo que lo rescata para la vida, y junto con Él, a todo ser humano.
      
         El pintor ha expresado la fuerza de la figura de Cristo inscribiéndola dentro de una mandorla almendrada formada de esferas celestes y sembrada de estrellas doradas, a modo de un firmamento resplandeciente introducido en la oscuridad. Su rostro irradia el fulgor del Espíritu Santo mientras su pie izquierdo pisotea las puertas rotas del hades, que han sucumbido ante su entrada. Satán ha quedado maniatado a sus pies, ya sin poder sobre la humanidad. A su lado se desparraman los signos de la esclavitud que pueblan el infierno: clavos, llaves, cadenas, cerrojos y clavos como siniestros instrumentos de tortura que roban la libertad al ser humano, cuando cede ante la amenaza del dolor.

          El Hijo de Dios se sometió plenamente a la ley del morir humano. No le bastó con una muerte en la Cruz, también quiso ser sepultado en la tierra y permanecer en el sheol. El silencio litúrgico que transcurre entre el Viernes Santo y la Pascua de Resurrección es un silencio veraz, manifiesta la estancia real de Cristo en la morada de los muertos durante ese tiempo. Dios es Palabra, pero también silencio.

Sin embargo, su presencia no podía evitar ser liberadora. Por eso su descenso a los infiernos significa la resurrección de los muertos. Tal como se plasma en el fresco, Cristo irrumpe en el abismo como un rayo de luz que hace imposible la oscuridad completa. Con gran energía, agarra a Adán y Eva (a ti y a mí, a la humanidad) y los arranca del reino de los difuntos para llevarlos consigo. No los coge de la mano, sino por las muñecas, como un modo de expresar que la salvación no se negocia, sino que se recibe gratuitamente. Cristo, nuevo Adán, convierte la prisión en un camino a través del cual se puede retornar a la vida. El infierno ya no tiene la última palabra, sólo existe para quien se encierra voluntariamente en él.

La pintura muestra a Eva, madre de la humanidad, vestida de rojo y con sus manos cubiertas en muestra de adoración. Una homilía de Epifanio de Salamina pone palabras al encuentro entre Cristo y Adán: “¡Despierta, tú que duermes¡ No te creé para que te quedaras preso en el infierno (…) ¡Levántate, salgamos de aquí¡ El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio, te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial”.

Junto a Adán y Eva, aparece una multitud que espera su turno. Pueden identificarse a la izquierda a los reyes David y Salomón, aquel barbado y ambos coronados. Junto a ellos aparece San Juan Bautista señalando al Salvador. A la derecha contemplamos a Moisés seguido de su pueblo. Todos muestran con sus miradas y actitudes haber reconocido al Señor. Estos gestos dotan a la escena de un dinamismo y diálogo interior ajenos a la tradición artística bizantina, habitualmente hierática y rígida. Aflora cierta expresividad en los personajes que apunta una evolución estilística en la que se intuyen reminiscencias de las tradiciones clásicas helenísticas, junto a una rica gama cromática y un buen modelado del dibujo, liberado ya de la frontalidad.
 
           Sobre la escena campea una palabra escrita en griego: “anástasis”, que significa “resurrección”. El término revela que el descenso de Jesús al abismo se vincula con su elevación al Padre. El pintor ha reflejado esta ascensión con la posición de la pierna derecha de Cristo que parece recordar al nadador que, tras zambullirse en el fondo, toma fuerza para regresar al aire y la luz. Pero Él es el aire y la luz.

          El “Descenso a los infiernos” es la auténtica imagen pascual de Oriente. Frente a la tradicional imagen occidental del Resucitado, que aparece solo, Oriente insiste en el aspecto más social de la redención. Dios quiso que Cristo se sumergiese en las profundidades de la tierra para derramar allí también su misericordia sobre todos los hombres. En su amor por Adán, Dios envió a su único Hijo para regalarle la salvación, pero al no encontrarlo en la tierra, fue a buscarlo hasta el infierno, más temible que la muerte.

Los contrastes de luz y oscuridad del fresco ilustran de un modo muy expresivo que, al igual que Jonás permaneció en la oscuridad del vientre de la ballena, Cristo se adentró en las sombras para rescatar a la oveja perdida. Por eso, la liturgia pascual también se canta en el hades. Sabiamente, el pintor bizantino ilustra esta noticia que estalla con fuerza en medio de nuestros relativismos y nihilismos: Cristo ha vencido a la muerte. Y con ella la soledad del infierno. Aquí y ahora.

La homilía de un autor antiguo vinculada a la noche de Pascua nos invita a la alegría: “Gustad todos del banquete de la fe, gustad todos la largueza de la bondad, nadie lamente su pobreza, realmente ha aparecido el reino universal, nadie llore sus pecados, porque de la tumba ha salido el perdón; nadie tema a la muerte, porque la muerte del Salvador nos ha liberado”.

Creer en el Resucitado no es algo abstracto. Supone vivir en fiesta. Es permitir que Él baje hasta las tinieblas en las que estamos prisioneros y nos libere con su Luz.

Revista Iglesia en Córdoba. Marzo de 2007

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