Un fresco sobre la victoria de Cristo en los infiernos
El misterio pascual es una historia de amor.
Por eso la única respuesta verdaderamente cristiana es la alegría, incluso
frente al sufrimiento y la
muerte. Junto a la certeza de la Resurrección, hay otra
realidad menos conocida pero esencial en la fe de la Iglesia: el descenso de
Cristo a los infiernos. A pesar de su aparente negrura, este artículo del Credo
plasmado en un bellísimo fresco bizantino, proyecta una brillante luz sobre
nuestra compresión de la Pascua.
En su locura de amor, Dios “inventa” la Encarnación para mostrar al hombre, su amado infiel, que lo quiere hasta morir por él. Pero la Crucifixión no constituye su única prueba de amor. El descenso de Cristo a los infiernos hace presente que el amor es más fuerte que la muerte y rompe las barreras del espacio y del tiempo. No sólo confirma el carácter real (no aparente) de su muerte, sino que proclama el inicio de su glorificación y de la de los justos de todos los tiempos, alcanzando incluso al primer hombre creado.
Hay que
comenzar aclarando que la expresión “infiernos” no se refiere al estado de
condena del hombre, sino a la morada de los muertos, que en hebreo era “sheol”
y en griego “hades”. Este ámbito se ha representado en el fresco que decora el
ábside del paraclesión (capilla lateral) de San Salvador de Chora, también
llamada Kariye Camy, que se encuentra en Estambul, la antigua Constantinopla.
Las intensas tareas de limpieza de la cal musulmana han
restituido toda su riqueza a estas excepcionales pinturas del Renacimiento
bizantino de los primeros años del siglo XIV.
La composición muestra a Cristo situado en el centro, con las vestiduras blancas y luminosas propias de la gloria divina, pero cuyos pliegues apretados junto a los pies y en la cintura parecen aludir a las vendas de la mortaja que acaban de desatarse. Verdaderamente, Jesús murió, fue sepultado y descendió a los infiernos, pero estos no podían retenerlo. Al contrario, Cristo nace místicamente en los infiernos, y allí recibe un nuevo bautismo que lo rescata para la vida, y junto con Él, a todo ser humano.
El pintor ha expresado la fuerza de la figura de Cristo inscribiéndola dentro de una mandorla almendrada formada de esferas celestes y sembrada de estrellas doradas, a modo de un firmamento resplandeciente introducido en
El Hijo de Dios se sometió plenamente a la ley del morir humano. No le bastó con una muerte en la Cruz, también quiso ser sepultado en la tierra y permanecer en el sheol. El silencio litúrgico que transcurre entre el Viernes Santo y la Pascua de Resurrección es un silencio veraz, manifiesta la estancia real de Cristo en la morada de los muertos durante ese tiempo. Dios es Palabra, pero también silencio.
Sin embargo,
su presencia no podía evitar ser liberadora. Por eso su descenso a los
infiernos significa la resurrección de los muertos. Tal como se plasma en el
fresco, Cristo irrumpe en el abismo como un rayo de luz que hace imposible la
oscuridad completa. Con gran energía, agarra a Adán y Eva (a ti y a mí, a la
humanidad) y los arranca del reino de los difuntos para llevarlos consigo. No
los coge de la mano, sino por las muñecas, como un modo de expresar que la
salvación no se negocia, sino que se recibe gratuitamente. Cristo, nuevo Adán,
convierte la prisión en un camino a través del cual se puede retornar a la vida. El infierno ya no
tiene la última palabra, sólo existe para quien se encierra voluntariamente en
él.
La pintura
muestra a Eva, madre de la humanidad, vestida de rojo y con sus manos cubiertas
en muestra de adoración. Una homilía de Epifanio de Salamina pone palabras al
encuentro entre Cristo y Adán: “¡Despierta,
tú que duermes¡ No te creé para que te quedaras preso en el infierno (…)
¡Levántate, salgamos de aquí¡ El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en
cambio, te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial”.
Junto a Adán y
Eva, aparece una multitud que espera su turno. Pueden identificarse a la
izquierda a los reyes David y Salomón, aquel barbado y ambos coronados. Junto a
ellos aparece San Juan Bautista señalando al Salvador. A la derecha
contemplamos a Moisés seguido de su pueblo. Todos muestran con sus miradas y actitudes
haber reconocido al Señor. Estos gestos dotan a la escena de un dinamismo y
diálogo interior ajenos a la tradición artística bizantina, habitualmente
hierática y rígida. Aflora cierta expresividad en los personajes que apunta una
evolución estilística en la que se intuyen reminiscencias de las tradiciones
clásicas helenísticas, junto a una rica gama cromática y un buen modelado del
dibujo, liberado ya de la frontalidad.
Sobre la escena campea una palabra escrita en griego: “anástasis”, que significa “resurrección”. El término revela que el descenso de Jesús al abismo se vincula con su elevación al Padre. El pintor ha reflejado esta ascensión con la posición de la pierna derecha de Cristo que parece recordar al nadador que, tras zambullirse en el fondo, toma fuerza para regresar al aire y
El “Descenso a los infiernos” es la auténtica imagen pascual de Oriente. Frente a la tradicional imagen occidental del Resucitado, que aparece solo, Oriente insiste en el aspecto más social de
Los contrastes
de luz y oscuridad del fresco ilustran de un modo muy expresivo que, al igual
que Jonás permaneció en la oscuridad del vientre de la ballena, Cristo se
adentró en las sombras para rescatar a la oveja perdida. Por eso, la liturgia
pascual también se canta en el hades. Sabiamente, el pintor bizantino ilustra
esta noticia que estalla con fuerza en medio de nuestros relativismos y
nihilismos: Cristo ha vencido a la
muerte. Y con ella la soledad del infierno. Aquí y ahora.
La homilía de
un autor antiguo vinculada a la noche de Pascua nos invita a la alegría: “Gustad todos del banquete de la fe, gustad
todos la largueza de la bondad, nadie lamente su pobreza, realmente ha
aparecido el reino universal, nadie llore sus pecados, porque de la tumba ha
salido el perdón; nadie tema a la muerte, porque la muerte del Salvador nos ha
liberado”.
Creer en el
Resucitado no es algo abstracto. Supone vivir en fiesta. Es permitir que Él
baje hasta las tinieblas en las que estamos prisioneros y nos libere con su
Luz.
Revista Iglesia en Córdoba. Marzo de 2007
Excelente artículo, inspirador e instructivo.
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