Pieza de especial interés es el conocido como Sarcófago dogmático (330-340) por su
evidente significación doctrinal. Se encontró en los cimientos del baldaquino
de San Pablo Extramuros y hoy está en el Museo Vaticano. Su iconografía porque
es interesantísima. Las doce escenas que lo componen están abigarradas,
obedeciendo al “horror vacui” característico de la etapa. En el registro
superior, de izquierda a derecha, aparece en primer lugar la creación de Eva ¡con la Trinidad detrás! El Padre, sentado en la
cátedra, es quien habla; el Hijo impone la mano sobre Eva (significando que
todo se hace a través del Verbo encarnado) mientras mira a su Padre, de quien
procede la fuerza creadora que Él ejecuta, y expresando que el hombre ha sido
creado a imagen de Dios. El Espíritu Santo interviene tocando el respaldo de la
silla del Padre, manifestando que la creación es obra de toda la Trinidad. A
continuación, el relieve del Pecado
original y la Distribución de los trabajos, en el que Cristo entrega a Adán
las espigas (simbolizando el trabajo del campo) y a Eva una liebre (trabajo
doméstico), separados por el árbol del bien y del mal con la serpiente
enroscada, imagen del demonio tentador. La presencia de Cristo Logos entre Adán
y Eva constituye un modo precioso de expresar ya desde el origen la promesa de
salvación. Frente al pecado, Cristo les restituye la vida encomendándoles una
tarea y una misión. Sin duda hay un “guiño” a los dogmas del Concilio de Nicea
(325), en referencia a la consustancialidad de Cristo con el Padre. A
continuación hay un medallón funerario (un clípeo
con forma de concha) que muestra el retrato del matrimonio cuyos restos se
encuentran en el sarcófago, vestidos con la típica indumentaria del siglo IV.
Las cabezas apenas están esbozadas, atestiguando que no dio tiempo a
personalizar el sarcófago. Estos sarcófagos se hacían en serie en talleres, y
después se esculpían las imágenes de las personas adineradas que los compraban.
Más a la derecha hay un Cristo taumaturgo con su vara recorriendo varios
milagros: las tinajas de vino indican las Bodas
de Caná, las manos posadas sobre cestos que llevan los apóstoles delatan el
Milagro de los panes y los peces y, por
último, la Resurrección de Lázaro, a
quien Cristo toca con su vara mientras su hermana se postra a sus pies.
En el registro inferior aparece, de
izquierda a derecha, la Epifanía. Los
Reyes aparecen con el gorro frigio característico de los persas y la Virgen con
el Niño en sus brazos sentada en un trono de mimbre. A su espalda está el
profeta Balaam, el que anunció la estrella, y que con frecuencia acompaña a la
Virgen en la iconografía paleocristiana. Significativamente, el trono de María coincide
con el del Padre del registro superior, así como la figura acompañante a su
espalda, que en el caso de Dios Padre era el Espíritu Santo, cuyo fruto es el
Niño que Ella sienta en su regazo. Intencionadamente, justo después aparece Cristo curando a un ciego de nacimiento.
Cristo es la luz que ha venido a iluminar la oscuridad. Hay paralelos también
con el relieve ubicado sobre él: la serpiente había prometido falsamente “si
coméis de ese árbol se abrirán vuestros ojos” (Gen 3, 5), pero Cristo abre los
ojos a la verdadera luz. En el centro, está Daniel
en el foso de los leones, junto a él la escena de Habacuc con la cesta de los panes y el ángel, y a su izquierda,
aparece la Negación de Pedro, con el
símbolo parlante del gallo. Tras él, el Prendimiento
de Pedro y, para finalizar, Moisés-Pedro
haciendo manar agua de la Roca. Hay un paralelismo entre las figuras de
Pedro y Moisés, ya que Dios entrega a Moisés en el monte Sinaí los diez
mandamientos (la antigua ley) y Cristo entrega a Pedro la nueva ley. Sí Moisés hizo
brotar agua de la roca en el Horeb para dar de beber a su pueblo errante, Pedro
la utilizó para bautizar a sus dos carceleros, Martín y Martiniano en la cárcel
Mamertina de Roma, según cuentan los Apócrifos. Las escenas taumatúrgicas de
Cristo del registro superior se corresponden con las de Pedro del registro
inferior, así como el clípeo de los difuntos coincide con Daniel, cuya condena
a morir fue superada por la intervención de Dios, en una evidente alusión a la
resurrección de los ocupantes del sarcófago.
Las
conclusiones teológicas son patentes: Cristo salva por la Eucaristía (vino de
Caná, panes) y da la vida definitiva (Lázaro). Cristo salva por medio de su
Iglesia (Bautismo, Pedro), como sucedió en el Antiguo Testamento a través de
Habacuc. La primera creación ha sido reparada.
Está claro que este sarcófago expresa una nueva sensibilidad abordando temas como el misterio de la Trinidad o la Trilogía de San Pedro. En el siglo IV, el tema petrino adquiere una especial significación, coincidiendo con la insistencia teológica en la unidad de la Iglesia y en la cátedra de Pedro como su garante. Además, la historia de Pedro cobraba un significado esperanzador en relación con la polémica donatista. Si en el siglo II el montanismo afirmaba que algunos pecados no podían ser perdonados, los donatistas del siglo IV exigían que los apóstatas arrepentidos fueran rebautizados. Como todas las herejías, esta se apoyaba en criterios meramente humanos, ajenos a una justicia y misericordia divina sin moralismos. No era tanto un asunto teológico como de moral práctica que perturbaba la paz de la comunidad cristiana. Pero la doctrina del perdón incondicional se hacía carne en Pedro, el traidor a quien Cristo había entregado las llaves de la Iglesia. En los sarcófagos del siglo IV y V la escena del gallo se repite continuamente, así como la de la entrega de llaves y la del milagro de la fuente. Esta es la conocida como Trilogía de San Pedro.
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