viernes, 3 de febrero de 2012

El Políptico de la leche



CELO POR EXPRESAR LA FE DE UN PUEBLO
El Políptico de la Leche del Museo Diocesano de Córdoba


En el Museo Diocesano de Córdoba se encuentra el llamado “Políptico de la Leche”, un retablo con cinco pinturas de enorme belleza que resumen gran parte de la Historia de la Salvación, datado en la segunda mitad del siglo XIV, en época de la Reconquista cristiana. Concebido para ser colocado en una Capilla de la hasta entonces Mezquita, su contemplación nos remite a la expresión de una fe ansiosa de volver al seno materno después de un destierro. Una fe que no ha renunciado a su identidad, y que necesita ser proclamada desde las paredes de la que vuelve a ser su Catedral.


Hacia 1368, por solicitud del rey Enrique II, el Cabildo Catedralicio de Córdoba donó la Capilla de San Pedro a D. Alonso Fernández de Sotomayor, adelantado del Reino, para enterramiento familiar, a condición de no efectuar obra en el mihrab de la antigua mezquita, situado dentro de ella.


Quizá fue este hecho el que determinó que se ideara la cubrición del muro con un políptico que revelase el carácter cristiano de aquel espacio. Fruto de ese celo por expresar la propia fe, resultó uno de los conjuntos pictóricos más interesantes de la Catedral cordobesa.


Se trata del llamado Políptico de la Leche, un retablo compuesto por cinco tablas rematadas en forma piramidal que representan a Santa Catalina, S. Francisco, S. Pablo, S. Pedro y la Virgen de la leche. Su autor es anónimo, aunque pudiera tratarse de un maestro local influenciado del estilo italo-gótico; algunos citan el círculo de Bernardo Daddi o de Puccio di Simone.


La obra es extraordinaria en el dibujo, de marcados contornos, colores planos y ausencia de movimiento dentro de un espacio bidimensional.


Destaca la magnífica factura en los pliegues o en las manos. Los rostros idealizados y los fondos dorados con bellos labrados subrayan el aspecto icónico del conjunto.


La sencillez del Misterio


La tabla central del retablo la ocupa la denominada “Virgen de la Leche”, por tratarse de una iconografía que muestra a María amamantando a su Hijo.


Es difícil mostrar con más ternura y naturalidad la realidad del Misterio de la Encarnación: la de un Dios hecho bebé, necesitado de la leche del pecho de su madre.


Contemplan la escena una corte de testigos. El artista, como es habitual en la época, ha representado a los donantes arrodillados en la parte inferior del cuadro, con un tamaño reducido que no compita con el de los personajes celestes. Son D. Alfonso de Montemayor y su mujer, Dª Juana Martínez, quienes son presentados por San Ildefonso y San Bernardo.


Completan el cuadro dos ángeles con cabezas nimbadas flanqueando a la Virgen, que abraza a su Hijo en su regazo mientras este rodea su pecho con sus manos de niño y mira al espectador para hacerlo cómplice de toda esa belleza.


Pilares de la Iglesia:


Si el centro del políptico nos remite a Cristo hecho carne, las tablas, situadas a derecha e izquierda, nos muestran las columnas de la fe: San Pedro y San Pablo.


El dibujo predomina por la solidez de los contornos y el modelado de rostro y manos. Las dos figuras, completamente planas, se presentan con un porte majestuoso muy al gusto de la pintura italo-gotica y obedeciendo a la iconografía más tradicional.


Ambos llevan el libro cerrado en alusión a su magisterio, y los atributos que los caracterizan; las llaves de San Pedro remiten al poder de atar y desatar que le otorgó el mismo Cristo, y a la posterior tradición que lo erige en portero del Paraíso; San Pablo aparece empuñando la espada con la que será martirizado.


San Pedro y San Pablo se asocian en el culto como “Príncipes de los Apóstoles”, y en calidad de tales parecen acompañar a la Virgen de la Leche y al Niño, en representación de la tradición apostólica y de todos los fieles, sin distinción de raza o condición alguna.


Su condición de mártires nos invita a situarnos en el contexto histórico, destacando el especial sentido que estas imágenes cobrarían en la ubicación concreta para la que se había concebido el políptico: un templo cristiano al que se había impuesto la consagración a un Dios extraño. Un espacio que nuevamente se recuperaba, ahora en respuesta a las necesidades de una fe cuyas raíces habían pervivido, y por la cual muchos habían entregado su vida.


Dar la vida por el Evangelio


Santa Catalina de Alejandría es la mujer que escogió el artista del Políptico de la Leche para representar la santidad femenina, quizá por su carácter de novia mística de Cristo, por la dialéctica con la que supo convertir a cincuenta doctores entre los más sabios de Alejandría, o por la forma en que entregó su vida al martirio.


En el siglo III, cuando alguien se negaba a dar culto a los emperadores romanos (que se consideraban dioses) incurría en un delito castigado con la muerte. Pero Catalina tenía pasión por la Verdad y no dudó en exponer su fe al emperador Maximiano (Majencio).


La imagen del retablo nos revela cómo acaba la narración: la rueda dentada alude a la que debió despedazarla, pero milagrosamente fue partida por un rayo; la espada de la decapitación y la palma del martirio nos descubren la forma en que finalmente fue ejecutada y ascendió a celebrar las Bodas con su Esposo celestial.


Es muy interesante la composición de la pintura, en la cual la espada se clava sobre la cabeza del emperador que la ordenó decapitar, situado a los pies de la santa. El gesto constituye un símbolo de victoria frente a la muerte y de superioridad de la sabiduría celestial frente a la terrena.


El rostro de Santa Catalina es de una belleza espectacular, el pintor la ha coronado con una diadema, en referencia a su linaje real.


Icono de Jesús crucificado


La última tabla que nos ocupa presenta la figura de San Francisco de Asís mostrándonos las palmas de sus manos con las señales de los clavos de la Cruz de Cristo, y su costado herido por la lanza.


La imagen remite a uno de los episodios más característicos de la biografía del santo: la Estigmatización en el peñasco de la Verna. Hasta entonces ningún santo había recibido el don de los estigmas, el último sello de una santidad que ya había tenido muchas otras manifestaciones palpables.


Era un milagro que se adecuaba extraordinariamente a la personalidad de San Francisco, siempre valiente y radical a la hora de manifestar exteriormente su fe.


La pintura participa de las mismas características que las piezas anteriores. Su rostro imberbe, a pesar de estar ligeramente contorsionado, refleja la dulzura propia de este juglar de Cristo.


Como es tradicional, aparece vestido con el sayal ajustado a la cintura por un cíngulo, y no por un cinturón de cuero. Este dato tiene un claro simbolismo; en la época, el cinturón de cuero era símbolo de poder, cultura y riqueza, ya que de él pendían las hebillas, que ejercían una multitud de funciones. Sin embargo, un hombre desceñido aparecía indefenso e indecoroso.


Amante de los signos exteriores de su fe, Francisco se ciñe tan solo un cordón con tres nudos (así lo vemos en la tabla), que significan los votos de pobreza, castidad y obediencia.


Un canto a la fe, desde la fe


No parece casualidad que los dos santos que rematan el políptico obedezcan a dos opciones extremas y muy diferentes de santidad. San Francisco y Santa Catalina  abarcan las concepciones de santidad masculina y femenina; ésta conservando su alto linaje y aquél escogiendo la pobreza radical; por otra parte, mientras que la santa es llamada abogada y doctora por su extraordinaria formación y sabiduría, San Francisco se desliga del interés por la formación cultural.


Y sin embargo, en el políptico acompañan a los Santos Pedro y Pablo y custodian a la Virgen de la Leche en calidad de iguales.


El acierto del programa iconográfico estriba en haber sabido captar la esencia de la catolicidad de la Iglesia, su carácter aglutinador de las diferentes opciones, de poseer carismas propios y específicos, pero no excluyentes. También en el siglo XIV, la Iglesia quería constituirse en una unidad que respetaba las diversas identidades.


Ahí reside la actualidad de la obra, concebida como un apasionado canto a la fe que remite a la Encarnación, a la Tradición Apostólica, a Cristo Crucificado, a la sangre de los mártires y a la fidelidad de la Iglesia a un anuncio inalterable, pero siempre nuevo.





                                           REVISTA PRIMER DÍA nº 29. Julio-Agosto 2002







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