CELO POR EXPRESAR LA FE DE UN PUEBLO
El Políptico de la Leche del Museo Diocesano de Córdoba
En el Museo Diocesano de Córdoba se encuentra el llamado
“Políptico de la Leche”, un retablo con cinco pinturas de enorme belleza que
resumen gran parte de la Historia de la Salvación, datado en la segunda mitad
del siglo XIV, en época de la Reconquista cristiana. Concebido para ser
colocado en una Capilla de la hasta entonces Mezquita, su contemplación nos
remite a la expresión de una fe ansiosa de volver al seno materno después de un
destierro. Una fe que no ha renunciado a su identidad, y que necesita ser
proclamada desde las paredes de la que vuelve a ser su Catedral.
Hacia 1368, por solicitud del rey Enrique II, el
Cabildo Catedralicio de Córdoba donó la Capilla de San Pedro a D. Alonso
Fernández de Sotomayor, adelantado del Reino, para enterramiento familiar, a
condición de no efectuar obra en el mihrab de la antigua mezquita,
situado dentro de ella.
Quizá fue este hecho el que determinó que se ideara la
cubrición del muro con un políptico que revelase el carácter cristiano de aquel
espacio. Fruto de ese celo por expresar la propia fe, resultó uno de los
conjuntos pictóricos más interesantes de la Catedral cordobesa.
Se trata del llamado Políptico de la Leche,
un retablo compuesto por cinco tablas rematadas en forma piramidal que
representan a Santa Catalina, S. Francisco, S. Pablo, S. Pedro y la Virgen de
la leche. Su autor es anónimo, aunque pudiera tratarse de un maestro local
influenciado del estilo italo-gótico; algunos citan el círculo de Bernardo
Daddi o de Puccio di Simone.
La obra es extraordinaria en el dibujo, de marcados
contornos, colores planos y ausencia de movimiento dentro de un espacio
bidimensional.
Destaca la magnífica factura en los pliegues o en las
manos. Los rostros idealizados y los fondos dorados con bellos labrados
subrayan el aspecto icónico del conjunto.
La sencillez del Misterio
La tabla central del retablo la ocupa la denominada “Virgen
de la Leche”, por tratarse de una iconografía que muestra a María amamantando a
su Hijo.
Es difícil mostrar con más ternura y naturalidad la
realidad del Misterio de la Encarnación: la de un Dios hecho bebé, necesitado
de la leche del pecho de su madre.
Contemplan la escena una corte de testigos. El artista,
como es habitual en la época, ha representado a los donantes arrodillados en la
parte inferior del cuadro, con un tamaño reducido que no compita con el de los
personajes celestes. Son D. Alfonso de Montemayor y su mujer, Dª Juana
Martínez, quienes son presentados por San Ildefonso y San Bernardo.
Completan el cuadro dos ángeles con cabezas nimbadas
flanqueando a la Virgen, que abraza a su Hijo en su regazo mientras este rodea
su pecho con sus manos de niño y mira al espectador para hacerlo cómplice de
toda esa belleza.
Pilares de la Iglesia:
Si el centro del políptico nos remite a Cristo hecho
carne, las tablas, situadas a derecha e izquierda, nos muestran las columnas de
la fe: San Pedro y San Pablo.
El dibujo predomina por la solidez de los contornos y el
modelado de rostro y manos. Las dos figuras, completamente planas, se presentan
con un porte majestuoso muy al gusto de la pintura italo-gotica y obedeciendo a
la iconografía más tradicional.
Ambos llevan el libro cerrado en alusión a su magisterio,
y los atributos que los caracterizan; las llaves de San Pedro remiten al poder
de atar y desatar que le otorgó el mismo Cristo, y a la posterior tradición que
lo erige en portero del Paraíso; San Pablo aparece empuñando la espada con la
que será martirizado.
San Pedro y San Pablo se asocian en el culto como
“Príncipes de los Apóstoles”, y en calidad de tales parecen acompañar a la
Virgen de la Leche y al Niño, en representación de la tradición apostólica y de
todos los fieles, sin distinción de raza o condición alguna.
Su condición de mártires nos invita a situarnos en el
contexto histórico, destacando el especial sentido que estas imágenes cobrarían
en la ubicación concreta para la que se había concebido el políptico: un templo
cristiano al que se había impuesto la consagración a un Dios extraño. Un
espacio que nuevamente se recuperaba, ahora en respuesta a las necesidades de
una fe cuyas raíces habían pervivido, y por la cual muchos habían entregado su
vida.
Dar la vida por el Evangelio
Santa Catalina de Alejandría es la mujer que escogió
el artista del Políptico de la Leche para representar la santidad femenina,
quizá por su carácter de novia mística de Cristo, por la dialéctica con
la que supo convertir a cincuenta doctores entre los más sabios de Alejandría,
o por la forma en que entregó su vida al martirio.
En el siglo III, cuando alguien se negaba a dar culto a
los emperadores romanos (que se consideraban dioses) incurría en un delito
castigado con la muerte. Pero Catalina tenía pasión por la Verdad y no dudó en
exponer su fe al emperador Maximiano (Majencio).
La imagen del retablo nos revela cómo acaba la narración:
la rueda dentada alude a la que debió despedazarla, pero milagrosamente fue partida
por un rayo; la espada de la decapitación y la palma del martirio nos descubren
la forma en que finalmente fue ejecutada y ascendió a celebrar las Bodas con su
Esposo celestial.
Es muy interesante la composición de la pintura, en la
cual la espada se clava sobre la cabeza del emperador que la ordenó decapitar,
situado a los pies de la santa. El gesto constituye un símbolo de victoria
frente a la muerte y de superioridad de la sabiduría celestial frente a la
terrena.
El rostro de Santa Catalina es de una belleza
espectacular, el pintor la ha coronado con una diadema, en referencia a su
linaje real.
Icono de Jesús crucificado
La última tabla que nos ocupa presenta la figura de San
Francisco de Asís mostrándonos las palmas de sus manos con las señales de los
clavos de la Cruz de Cristo, y su costado herido por la lanza.
La imagen remite a uno de los episodios más
característicos de la biografía del santo: la Estigmatización en el peñasco de
la Verna. Hasta entonces ningún santo había recibido el don de los estigmas, el
último sello de una santidad que ya había tenido muchas otras manifestaciones
palpables.
Era un milagro que se adecuaba extraordinariamente a la
personalidad de San Francisco, siempre valiente y radical a la hora de
manifestar exteriormente su fe.
La pintura participa de las mismas características
que las piezas anteriores. Su rostro imberbe, a pesar de estar ligeramente
contorsionado, refleja la dulzura propia de este juglar de Cristo.
Como es tradicional, aparece vestido con el sayal ajustado
a la cintura por un cíngulo, y no por un cinturón de cuero. Este dato tiene un
claro simbolismo; en la época, el cinturón de cuero era símbolo de poder,
cultura y riqueza, ya que de él pendían las hebillas, que ejercían una multitud
de funciones. Sin embargo, un hombre desceñido aparecía indefenso e indecoroso.
Amante de los signos exteriores de su fe, Francisco se
ciñe tan solo un cordón con tres nudos (así lo vemos en la tabla), que
significan los votos de pobreza, castidad y obediencia.
Un canto a la fe, desde la fe
No parece casualidad que los dos santos que rematan el
políptico obedezcan a dos opciones extremas y muy diferentes de santidad. San
Francisco y Santa Catalina abarcan las
concepciones de santidad masculina y femenina; ésta conservando su alto linaje
y aquél escogiendo la pobreza radical; por otra parte, mientras que la santa es
llamada abogada y doctora por su extraordinaria formación y sabiduría, San
Francisco se desliga del interés por la formación cultural.
Y sin embargo, en el políptico acompañan a los
Santos Pedro y Pablo y custodian a la Virgen de la Leche en calidad de iguales.
El acierto del programa iconográfico estriba en haber
sabido captar la esencia de la catolicidad de la Iglesia, su carácter
aglutinador de las diferentes opciones, de poseer carismas propios y
específicos, pero no excluyentes. También en el siglo XIV, la Iglesia quería
constituirse en una unidad que respetaba las diversas identidades.
Ahí reside la actualidad de la obra, concebida como un
apasionado canto a la fe que remite a la Encarnación, a la Tradición
Apostólica, a Cristo Crucificado, a la sangre de los mártires y a la fidelidad
de la Iglesia a un anuncio inalterable, pero siempre nuevo.
REVISTA PRIMER DÍA nº 29. Julio-Agosto 2002
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