UNA MIRADA AL COMIENZO DE LA HISTORIA
Si el arte nace del estupor frente
a la sacralidad de la vida, el icono quiere ser clave teológica y
antropológica, respuesta a la contradicción entre trascendencia y encarnación.
Los
iconos son oraciones contenidas en madera pintada que ligan lo terreno y lo
celestial, son ventanas abiertas al infinito. Su lenguaje, intencionalmente
restringido, mezcla teología y arte, integrando la razón en una unidad que la
trasciende. Por eso se constituyen en soportes privilegiados para la expresión
de un misterio que no tiene vocación de serlo, porque se empeña en la
autorrevelación: el misterio de un Dios hecho carne en una mujer concreta, en
un lugar y en un día determinados.
UN
LENGUAJE PLENO DE SIMBOLISMOS
El Nacimiento de Cristo está
narrado en el Evangelio de S. Lucas (2,7) con extrema brevedad. La piedad
popular pedía más que esa lacónica información, y los Evangelios apócrifos
acudieron en su ayuda bordando pintorescos adornos; a ellos se deben numerosas
adiciones anecdóticas de profundo sentido didáctico que decoraban los dogmas
sin desvirtuarlos, aportando una visión enriquecida y plena de poesía y de
contenidos.
Todo esto se patentiza en el
icono de la Natividad atribuido, no sin discusión, a Rublëv. En él se
desarrolla un tipo iconográfico muy común en el arte bizantino, pero
reelaborado por la escuela rusa del siglo XV con soberbia inspiración propia.
En este icono, fruto del diálogo
entre la Sagrada Escritura y la Tradición, ningún elemento es superfluo, cada
uno asume un significado concreto e intencionado que contribuye a hacer visible
la perfección de la historia de la salvación.
La
montaña, los ángeles, los pastores: La escena que
el icono representa está encuadrada por una montaña en forma piramidal que
simboliza la montaña mesiánica, que viene al mundo trascendiendo la altura de los ángeles y de los hombres.
Si la montaña es Cristo, las dos
cimas hacen referencia a su doble naturaleza: la divina y la humana. Pero la
montaña también es imagen de la Virgen, cuyo útero se erige en monte santo que
Dios ha elegido para su estancia.
Sobre este escenario se
distribuyen dos grupos de tres ángeles, en simetría compositiva con los Reyes
Magos y como símbolo trinitario. Uno de ellos se vuelve hacia unos pastores, a
los que anuncia el nacimiento del Salvador, ejerciendo de vínculo entre el
espacio angelical y el terrenal.
Los pastores representan al
pueblo que "caminaba en las
tinieblas y vió una gran luz" (Is 9,1)
La
cueva, La Virgen, el Niño: Hacia el centro del icono se abre
un hueco oscuro que muestra las entrañas de la montaña. En el corazón del
monte, centrando la composición, se encuentra María recostada. Este dato es
significativo porque, frente al gusto occidental que prefiere representar a la
Virgen arrodillada y sin muestra de sufrimiento alguno, los orientales la
presentan fatigada, desvelando otra teología.
Es curioso el efecto que
consigue el autor porque, aunque la figura de María es la de mayor tamaño, no
se convierte en el centro de atención. La actitud en la que ha sido
representada, junto con el resto de la composición del icono, nos muestra su
carácter de partícipe, pero no protagonista, de la obra de Dios.
Entre la Madre y la entrada de
la cueva aparece el Niño, que más que envuelto en pañales, parece estar
amortajado. El vendaje entrelazado recuerda la imagen de Lázaro resucitado y el
pesebre parece más bien un sarcófago mortuorio.
Esta figuración presenta la
cueva como las fauces de un monstruo infernal que intenta engullir a la
criatura recién nacida. El bebé actúa de cebo arrojado en brazos de la muerte
para que, mientras el dragón esperaba devorarle, tuviera que vomitar a aquellos
que ya había devorado. La clave teológica es estremecedora: la Madre que da a
luz a su Hijo para que, con su muerte, nosotros recibamos la Vida.
En el interior de la cueva, como
única compañía del Niño, se distinguen un buey y un caballo (este último
sustituye a la mula porque en la antigua Rusia no se conocía esta raza). Ambos
animales no aparecen en los evangelios canónicos, pero sí en los apócrifos , y
su presencia se justifica con el anuncio de Isaías: "el buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo;
Israel, en cambio, no entiende". Además, en la exégesis simbólica, el
buey y el asno prefiguran a los dos ladrones con los que Jesús fue crucificado.
Por otra parte, S. Gregorio de Niza asegura: "el buey es el judío encadenado por la Ley; el asno, que es una
bestia de carga, lleva el pesado fardo de la idolatría".
José:
En la escena inferior izquierda encontramos a José, y
junto a él un hombre vestido con pieles apoyado en un bastón.
José encarna el drama humano del hombre ante el misterio, ante el cual
permanece perplejo; parece subrayar la incredulidad con que el hombre se
enfrenta a su Salvador, el escándalo que experimenta ante la Encarnación.
La otra figura surge de la literatura
apócrifa, que personifica la tentación en un ser diabólico disfrazado de pastor
que dialoga con el confuso José, sumiéndolo en la duda: "como
este bastón no puede producir brotes... una virgen no puede alumbrar". La
escucha del tentador parece distraer a José de la respuesta a sus
interrogantes, que está en la simple contemplación de lo que sucede a su
alrededor como manifiestación de la obra de Dios.
El baño del Niño: En la escena inferior derecha se representan dos
mujeres preparando el baño del Niño. Interpretaciones apócrifas identificaron a
la mujer que sostiene al Niño con Eva, nuestra primera madre. De este modo,
aquella que introdujo la muerte por escuchar el mensaje de la serpiente, se
convierte en la primera servidora del Niño concebido por escuchar el mensaje de
un ángel, y por tanto, en la primera muestra visible de la redención.
La presencia de las comadronas
parece insistir en el sufrimiento real de María en el parto. De cualquier
forma, este motivo iconográfico desapareció tras el concilio de Trento, en
beneficio de escenas más espirituales.
Pero el gesto del baño es, sobre
todo, prefiguración del bautismo; de ahí que la bañera adquiera forma de pila
bautismal.. Es como un entierro en el sepulcro líquido que simboliza el
descenso a los infiernos para surgir después renovados a una nueva vida. En
este caso, Jesús niño no necesita ser purificado, sino que El mismo purifica el
agua del baño en una evidente simbología sacramental.
La estrella y los Magos: Sobre la cabeza del Niño, a cierta altura,
se distingue una estrella de la cual surge un haz de luz que desciende
dividiéndose en tres rayos resplandecientes que alcanzan al Niño: es la unidad
y la trinidad de Dios que se manifiesta como luz. Iluminado por ella, el recién
nacido se erige en centro teológico y también compositivo del cuadro.
La estrella, faro que había
guiado a los Reyes Magos en su peregrinación hacia el Niño-Rey, constituye un
elemento heredado del drama litúrgico de Navidad, donde el pesebre se situaba
en el altar mayor, iluminado por una estrella que se deslizaba a lo largo de
una cuerda.
Los Magos representan a los
hombres ajenos a la Antigua Alianza que el nuevo reinado mesiánico debe
incluir. La tradición iconográfica suele recurrir a reflejar en los rostros de
los Reyes las tres edades del hombre: joven, adulto y anciano, encarnando así a
la humanidad entera.
Para concluir, parece que el autor
de este icono quiso implicarnos a todos en el espectáculo de una historia que
es también la de cada uno de nosotros, porque para el cristiano, la venida de
Cristo al mundo es el acontecimiento que da sentido a todo lo demás, a la
propia vida.
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