jueves, 2 de febrero de 2012

El icono de la Natividad. Rublev



UNA MIRADA AL COMIENZO DE LA HISTORIA

                Si el arte nace del estupor frente a la sacralidad de la vida, el icono quiere ser clave teológica y antropológica, respuesta a la contradicción entre trascendencia y encarnación.

                Los iconos son oraciones contenidas en madera pintada que ligan lo terreno y lo celestial, son ventanas abiertas al infinito. Su lenguaje, intencionalmente restringido, mezcla teología y arte, integrando la razón en una unidad que la trasciende. Por eso se constituyen en soportes privilegiados para la expresión de un misterio que no tiene vocación de serlo, porque se empeña en la autorrevelación: el misterio de un Dios hecho carne en una mujer concreta, en un lugar y en un día determinados.

                UN LENGUAJE PLENO DE SIMBOLISMOS

                El Nacimiento de Cristo está narrado en el Evangelio de S. Lucas (2,7) con extrema brevedad. La piedad popular pedía más que esa lacónica información, y los Evangelios apócrifos acudieron en su ayuda bordando pintorescos adornos; a ellos se deben numerosas adiciones anecdóticas de profundo sentido didáctico que decoraban los dogmas sin desvirtuarlos, aportando una visión enriquecida y plena de poesía y de contenidos.

                Todo esto se patentiza en el icono de la Natividad atribuido, no sin discusión, a Rublëv. En él se desarrolla un tipo iconográfico muy común en el arte bizantino, pero reelaborado por la escuela rusa del siglo XV con soberbia inspiración propia.

                En este icono, fruto del diálogo entre la Sagrada Escritura y la Tradición, ningún elemento es superfluo, cada uno asume un significado concreto e intencionado que contribuye a hacer visible la perfección de la historia de la salvación.

                La montaña, los ángeles, los pastores: La escena que el icono representa está encuadrada por una montaña en forma piramidal que simboliza la montaña mesiánica, que viene al mundo trascendiendo  la altura de los ángeles y de los hombres.

                Si la montaña es Cristo, las dos cimas hacen referencia a su doble naturaleza: la divina y la humana. Pero la montaña también es imagen de la Virgen, cuyo útero se erige en monte santo que Dios ha elegido para su estancia.

                Sobre este escenario se distribuyen dos grupos de tres ángeles, en simetría compositiva con los Reyes Magos y como símbolo trinitario. Uno de ellos se vuelve hacia unos pastores, a los que anuncia el nacimiento del Salvador, ejerciendo de vínculo entre el espacio angelical y el terrenal.

                Los pastores representan al pueblo que "caminaba en las tinieblas y vió una gran luz" (Is 9,1)

                La cueva, La Virgen, el Niño: Hacia el centro del icono se abre un hueco oscuro que muestra las entrañas de la montaña. En el corazón del monte, centrando la composición, se encuentra María recostada. Este dato es significativo porque, frente al gusto occidental que prefiere representar a la Virgen arrodillada y sin muestra de sufrimiento alguno, los orientales la presentan fatigada, desvelando otra teología.

                Es curioso el efecto que consigue el autor porque, aunque la figura de María es la de mayor tamaño, no se convierte en el centro de atención. La actitud en la que ha sido representada, junto con el resto de la composición del icono, nos muestra su carácter de partícipe, pero no protagonista, de la obra de Dios.

                Entre la Madre y la entrada de la cueva aparece el Niño, que más que envuelto en pañales, parece estar amortajado. El vendaje entrelazado recuerda la imagen de Lázaro resucitado y el pesebre parece más bien un sarcófago mortuorio.

                Esta figuración presenta la cueva como las fauces de un monstruo infernal que intenta engullir a la criatura recién nacida. El bebé actúa de cebo arrojado en brazos de la muerte para que, mientras el dragón esperaba devorarle, tuviera que vomitar a aquellos que ya había devorado. La clave teológica es estremecedora: la Madre que da a luz a su Hijo para que, con su muerte, nosotros recibamos la Vida.

                En el interior de la cueva, como única compañía del Niño, se distinguen un buey y un caballo (este último sustituye a la mula porque en la antigua Rusia no se conocía esta raza). Ambos animales no aparecen en los evangelios canónicos, pero sí en los apócrifos , y su presencia se justifica con el anuncio de Isaías: "el buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo; Israel, en cambio, no entiende". Además, en la exégesis simbólica, el buey y el asno prefiguran a los dos ladrones con los que Jesús fue crucificado. Por otra parte, S. Gregorio de Niza asegura: "el buey es el judío encadenado por la Ley; el asno, que es una bestia de carga, lleva el pesado fardo de la idolatría".

                José: En la escena inferior izquierda encontramos a José, y junto a él un hombre vestido con pieles apoyado en un bastón.

                José encarna el drama humano del hombre ante el misterio, ante el cual permanece perplejo; parece subrayar la incredulidad con que el hombre se enfrenta a su Salvador, el escándalo que experimenta ante la Encarnación.

                 La otra figura surge de la literatura apócrifa, que personifica la tentación en un ser diabólico disfrazado de pastor que dialoga con el confuso José, sumiéndolo en la  duda: "como este bastón no puede producir brotes... una virgen no puede alumbrar". La escucha del tentador parece distraer a José de la respuesta a sus interrogantes, que está en la simple contemplación de lo que sucede a su alrededor como manifiestación de la obra de Dios.

                El baño del Niño: En la escena inferior derecha se representan dos mujeres preparando el baño del Niño. Interpretaciones apócrifas identificaron a la mujer que sostiene al Niño con Eva, nuestra primera madre. De este modo, aquella que introdujo la muerte por escuchar el mensaje de la serpiente, se convierte en la primera servidora del Niño concebido por escuchar el mensaje de un ángel, y por tanto, en la primera muestra visible de la redención.

                La presencia de las comadronas parece insistir en el sufrimiento real de María en el parto. De cualquier forma, este motivo iconográfico desapareció tras el concilio de Trento, en beneficio de escenas más espirituales.

                Pero el gesto del baño es, sobre todo, prefiguración del bautismo; de ahí que la bañera adquiera forma de pila bautismal.. Es como un entierro en el sepulcro líquido que simboliza el descenso a los infiernos para surgir después renovados a una nueva vida. En este caso, Jesús niño no necesita ser purificado, sino que El mismo purifica el agua del baño en una evidente simbología sacramental.

                La estrella y los Magos: Sobre la cabeza del Niño, a cierta altura, se distingue una estrella de la cual surge un haz de luz que desciende dividiéndose en tres rayos resplandecientes que alcanzan al Niño: es la unidad y la trinidad de Dios que se manifiesta como luz. Iluminado por ella, el recién nacido se erige en centro teológico y también compositivo del cuadro.

                La estrella, faro que había guiado a los Reyes Magos en su peregrinación hacia el Niño-Rey, constituye un elemento heredado del drama litúrgico de Navidad, donde el pesebre se situaba en el altar mayor, iluminado por una estrella que se deslizaba a lo largo de una cuerda.

                Los Magos representan a los hombres ajenos a la Antigua Alianza que el nuevo reinado mesiánico debe incluir. La tradición iconográfica suele recurrir a reflejar en los rostros de los Reyes las tres edades del hombre: joven, adulto y anciano, encarnando así a la humanidad entera.

                Para concluir, parece que el autor de este icono quiso implicarnos a todos en el espectáculo de una historia que es también la de cada uno de nosotros, porque para el cristiano, la venida de Cristo al mundo es el acontecimiento que da sentido a todo lo demás, a la propia vida.

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