viernes, 3 de febrero de 2012

Las vidrieras de la Catedral de León



VENTANAS EN EL CIELO
Sobre las vidrieras de la Catedral de León
            Los vitrales, al igual que los iconos orientales, no están presos de evocaciones que restringen a un límite espacio-temporal. Ni siquiera están firmados, porque su autor es la Iglesia entera, que nunca ha necesitado firmar sus obras de santificación. Las vidrieras forman un todo con una arquitectura que no está pensada para ser contemplada, sino para irradiar sacralidad. Parecen marcar con muros de luz un territorio anclado fuera del tiempo cuyo paisaje arquitectónico introduce al hombre en el misterio.
Hacia el siglo XII, el arte de las vidrieras comenzaba a desarrollarse con carácter industrial cerca de París. Coincidía con el momento en que la fuerza del lenguaje simbólico emprendió una carrera ascendente que culminó en las catedrales góticas.
Si durante los siglos anteriores la espiritualidad monacal había conducido a cierto alejamiento del mundo, ahora la teología de Suger de Saint Denis derivaba en la contemplación de las cosas terrenas como participación en la bondad, la verdad y la belleza divinas. La mística franciscana y el afán apostólico dominico presentaban la realidad material como escala de acceso a lo inmaterial, como un canto de alabanza al Creador. Estas nuevas corrientes teológicas se filtraron, como la luz, por todos los rincones de los templos góticos, convertidos en intentos apasionados de recreación de la Jerusalén Celeste.
            Entonces no se construía para los turistas, sino para los peregrinos, porque todo se contemplaba bajo el prisma de la eternidad; esa era la única servidumbre a la que se sometía el artista medieval. Las catedrales se erigían en una especie de Monte Tabor donde se contagiaba la gloria de Cristo vivo y se remitía a la Resurrección.
La catedral de León estaba anclada en el lugar más alto y más oriental de la ciudad y se comenzó a construir en dirección E-O, para lo que fue preciso romper la muralla. Era lo primero que tocaba la luz, tanto por orientación como por altura. Situada en el corazón del viejo burgo leonés, asumía las aspiraciones humanas de los ciudadanos y se convertía en pretexto para que todos pudieran sentirse abrigados en la “Ciudad Santa”.
Fe, vidrio y luz
La Catedral de León es un edificio singular, sus muros traslúcidos no ocultan su vocación de unir exterior e interior, sacro y profano. Rota la piedra por un sinfín de cristales de colores, las paredes de vidrio narran una compleja síntesis de dogmas, de historias bíblicas y humanas, de lírica, de misterios ávidos de revelarse al hombre.
Entre todos los materiales que dan carácter específico al edificio, el esencial es la luz regulada por los vitrales, alma de este bello microcosmos. Colores aprisionados en el cristal, no en una fría yuxtaposición, sino como manantiales de luz que fluyen de heridas en la piedra.
El conjunto arquitectónico trata de facilitar la identificación con Cristo, bañarse en el resplandor de una luz que es mero trasunto simbólico de otro resplandor eterno, que se repite cada aurora para quien se deja llevar de la mano de Cristo y se dispone a consumir el cáliz de su sangre redentora.
Para los neoplatónicos del momento, la verdad no era lo tangible, sino lo profundo. Estaban convencidos de que para conocerla del todo había que traspasar la apariencia. La luz de la Catedral de León no está concebida como un estudiado elemento decorativo, sino para transportar al visitante hasta el “otro lado” de lo aparente, y descubrir el rostro del Padre tras la piel humana de Cristo.
No podemos olvidar que, en la Edad Media, el concepto de luz era teológico, como el del resto de la naturaleza creada. Desde sus orígenes, la catequesis cristiana había identificado la luz con la verdad, la sabiduría y la fe. Concebía la gracia como luz y el pecado como noche,  convergiendo toda la realidad en Cristo resucitado,  “el día sin noche”.
El arte románico ya había mostrado su empeño por plasmar las verdades de la fe en su arquitectura, pero su recurso fue ocultar los muros bajo los estucos. En esta Catedral gótica todo se hacía visible y luminoso. El sentido místico de la luz se empleaba para desentrañar muchos de los misterios divinos, como el de la virginidad de María, profesado con un símil muy expresivo: “a la manera que un rayo de sol pasa por un cristal sin romperlo ni mancharlo”.
Para los pensadores medievales, no había belleza sin luz: las cosas eran bellas por participar de los destellos de la luz. La luz se concebía como criatura intermedia entre lo corporal y lo espiritual que conducía a Dios, luz increada de la cual surgían toda luz y belleza de los seres. Sin caer en el panteísmo defendido por Averroes, se hablaba de la presencia de Dios como emanación latente bajo esta sinfonía de colores.
Una narración de cristal
La luz llega a su más alto grado de expresividad en el misterio del nacimiento de Cristo. Igual que el astro Sol ilumina la creación, el Verbo la penetra de Luz asumiendo lo más recóndito de cada criatura. Esa aparición de Cristo como Luz entre los hombres es lo que celebra la vidriera de la Natividad, realizada por Rodrigo de Herreras en 1565 y situada en la Capilla de la Virgen Blanca. Junto a la representación del Arbol de Jesé, venía en apoyo de la catequesis bíblica del siglo XIII, preocupada por resaltar la naturaleza humana del Hijo de Dios.
No sabemos si esta vidriera renacentista fue colocada en el lugar que ocupa pensando que allí pudo haber otra representación medieval con el mismo tema. Pero la coherencia del simbolismo induce a pensar que fuese así. De ser cierto, debió ser impresionante avanzar hacia el altar, en el que polarizaba la luz de las cinco capillas radiales, cuando todavía no existía el retablo que cegaría la zona superior. Con esta vidriera como telón de fondo, cobrarían mayor intensidad los versículos: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; una luz ha nacido para los que habitan en las sombras de la muerte; una luz que brillará sobre nosotros porque nos ha nacido el Señor” (Is 9, 1ss).
Por su ubicación axial en el ábside, simbólica y arquitectónicamente, este vitral enriquece el fondo temático de todo el templo. Narra un acontecimiento que provoca la gracia; sólo después cobrará sentido la historia de la salvación. De forma muy expresiva, el ángel que asiste a María en el parto sostiene una vela, en alusión a la luz solar y luz teológica de aquel evento. Una luz que se derrama sobre las gentes y los campos creando un escenario que invita a la oración.
La Catedral, aún hoy, se transforma cada mañana en una liturgia de Navidad. Es complejísimo el programa simbólico con el que se narra la Redención. Una vez asoma la luz por el ábside, chorrea por el resto de las vidriera, proyectando su fuerza transformadora directa o indirectamente, según se trate del antes o del después, de la promesa o de la realidad, del Antiguo o del Nuevo Testamento. La simetría del soporte posibilitaba la sucesión de figuras en sentido procesional. Así, resultaba fácil seguir el proceso historiado desde el Génesis hasta el Apocalipsis.
La luz de Belén tenía que culminar en la plenitud luminosa de la mañana de Pascua. Por el lado norte del templo, nunca rozado por el Sol, desfilarían los protagonistas del Antiguo Testamento, pueblo caminando hacia la luz entre la penumbra y la esperanza. En los ventanales del Sur se yerguen los hombres y mujeres que ya conquistaron la tierra prometida, y que ahora brillan como antorchas vivas de la región Celeste. No es casual que en los ventanales del crucero y en paneles de la girola aparezcan todos los testigos del gozo navideño.
A la luz del Nuevo Testamento adquirían sentido y clarificación muchas cosas del Antiguo. Y a la inversa, en la perspectiva sagrada del Antiguo era más sencillo vislumbrar acontecimientos del Nuevo. La belleza de unas imágenes teñidas de luz y colorido constituían una auténtica “summa theológica” en la que los fieles, que apenas sabían leer, visualizaban los hechos. Admirados, comprobaban que la doctrina se continuaba en las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, en los confesores, los santos y los mártires. Personajes reales y concretos que encarnaban el Anuncio Evangélico. Entre estos protagonistas tanto de la promesa como de su cumplimiento se intercalaban otros personajes vivientes aún que, con su dimensión humana y social, contribuían al establecimiento de la cristiandad en la tierra; sobre todo monarcas y pontífices.
Aún hoy conmueve leer esta historia de cristal, historia de santos y de pecadores, tan débiles y tan resplandecientes como la Iglesia misma. Una historia entretejida con la de cada uno de nosotros hoy. Como ha sucedido en todas las épocas y especialmente en la nuestra, una historia necesitada de que el hombre se deje iluminar.
           
                                                                    Revista Primer Día nº 33. Diciembre 2002


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