viernes, 3 de febrero de 2012

Anunciación de Beato Angélico


EL ANUNCIO QUE SALVÓ AL MUNDO
                                        Sobre un fresco de la Anunciación de Fra Angélico

Después del tiempo pascual, para el cristiano parece evidenciarse más que nunca la sed del Espíritu Santo. Sed de salvación, de experimentar la comunión de la Iglesia, de ser tocados por la gracia. Por eso la escena de la Anunciación siempre es actual, porque cada día necesitamos contemplar al  ángel que se acerca a la Virgen e interpela su fe. Y porque clamamos por escuchar la respuesta de María que, misteriosamente, nos capacita para vivir nuestra propia vida en el único modo que merece la pena: concibiendo a Cristo.

La maestría pictórica es mucho más que el dominio de una técnica, más que la dedicación concienzuda a un oficio. Todo buen pintor debe saber plasmar el espíritu que trasciende cualquier realidad material, la dignidad infinita de la figura humana. En eso consiste su profesionalidad.

No sólo para el pintor religioso, el recurso a lo sacro es un imperativo. Porque el artista revela más que nunca al hombre como imagen del Creador. Toda forma auténtica de arte se constituye en una vía de acceso a la realidad más profunda del ser humano y del mundo, por eso se adentra en el horizonte de la fe, donde la historia del hombre encuentra su interpretación completa, su destino.

Y asimismo, todo verdadero santo se erige en artista, porque asume la misión de hacer de su vida una obra maestra en comunión con el Artista Supremo, y porque la  auténtica Belleza sólo puede contemplarse desde la santidad.

Seguramente por esas razones, la obra pictórica del Beato Angélico fue lo mejor del primer Renacimiento. Hombre de Cristo, y gran conocedor del nuevo lenguaje artístico de su tiempo, el dominico Fra Giovanni da Fiésole irradiaba una profunda espiritualidad, una devoción serena que se intuía fundada en certezas contrastadas con la propia vida.

Leer el Evangelio en las paredes

En 1436, Cosme de Médicis entregó a la comunidad dominica de Fiésole el convento de San Marcos de Florencia. Al arquitecto Michelozzo se encargó la reestructuración radical del edificio; a Fra Angélico, ayudado de colaboradores, correspondió la decoración de sus estancias, corredores y celdas con frescos.

El hecho de que ambos artistas trabajaran simultáneamente en la rehabilitación del convento ofrecía unas extraordinarias posibilidades de armonizar la arquitectura y su decoración. Por ejemplo, la representación de la luz en los frescos se hacía coincidir con la luz natural que provenía de las ventanas o que se proyectaba en la pared. Esa es la razón por la que, en ocasiones, en la obra de Fra Angélico, la luz procede del lado derecho, algo bastante inusual en la pintura europea.

Además, el artista de Vicchio, al pertenecer a la comunidad que vivía allí, participaba de una privilegiada comunión con quienes hacían los encargos. De esta libertad en la factura de los frescos surgirá una peculiaridad de estilo fruto del espacio intimista para el que habían sido concebidos. Si, cara a los profanos, Fra Angélico creía conveniente emplear un lenguaje multicolor y esmaltado de seducciones, dentro del convento se recreaba en un lenguaje más sobrio, con grandes fondos planos, con más hermética solemnidad. Menos seductor, pero más directo. Sus escenas se concebían como ayudas a la meditación, obviando los elementos decorativos para centrarse en los acontecimientos esenciales.

Por otra parte, la técnica del fresco no es tan atractiva como la tabla porque no ofrece la brillantez de colorido que Fra Angélico solía prodigar. Su pintura de tabla revelaba una precisión y un grafismo que descubría sus inicios como miniaturista, así como su afición a la inserción de panes de oro. Esta técnica no era posible en el fresco, y tampoco el uso de sus famosos azules intensos, cuyo secreto consistía en la utilización como pigmento azul del polvo de lapislázuli.

  Sin embargo, a pesar de la ausencia de oros, carmines y azules lapislázuli, en sus frescos encontramos una mayor sensación de grandeza, al operar con superficies mucho mayores. Y una sobriedad elegante que partía de la influencia de Ghiberti y evolucionaba hacia una creciente solidez volumétrica extraida de Masaccio, con una mayor coherencia espacial y claridad en las imágenes.

La Anunciación


El convento de San Marcos de Florencia comprende un complejo programa iconográfico que recorre pasajes de la vida de Cristo. Entre ellos, contiene dos escenas que narran la Anunciación. Una de ellas se encuentra en una de las celdas, la otra en el corredor septentrional del convento; esta última es la que nos ocupa.

La ejecución de la obra se sitúa hacia 1450, cuando Fra Angélico ha vuelto de Roma, tras su trabajo en la capilla Niccolina, en el Vaticano. Algunos detalles superficiales, como el tratamiento detallado del paisaje del fondo y las franjas decorativas de las alas del arcángel, certifican la datación de la obra. El tratamiento del jardín, sin profundidad ni perspectiva, imita el fondo de un tapiz como los que en la época se importaban de Bruselas.

En este fresco, la perspectiva lineal está construida con una precisión geométrica hasta en los mínimos detalles arquitectónicos. El punto de fuga, ubicado en la pequeña ventana, llama la atención del espectador, que debe “entrar” en el cuadro para impregnarse de la belleza del acontecimiento.

El episodio tiene lugar bajo una estancia abovedada, donde destaca el efecto espacial conseguido y las columnas corintias que sustentan la construcción, similares a las realizadas por Michelozzo en la remodelación del claustro del convento. Es evidente el esfuerzo del pintor por reflejar el estilo arquitectónico circundante, parecía  pretender dotar de verismo la escena, como si la encarnación estuviese sucediendo allí mismo, entre aquellas paredes, en aquel instante. Incluso el colorido de la túnica de la Virgen se disuelve en las tonalidades piedra del recinto, fundiéndose con aquel espacio.

Hay que destacar otra insistencia en la inserción de esta pintura en el espacio que la acoge: al estar ubicado en un lugar de tránsito, Fra Angelico incluye en la base del fresco una inscripción alusiva a la devoción y reverencia que los frailes debían hacer a María a su paso por el corredor.

No se trataba tan sólo de un gesto fervoroso, sino de invitar a reconocer la actualidad del Anuncio, su presencia bienhechora en la vida de aquellos monjes predicadores. Un acontecimiento que mostraba una eficacia que cambiaría el curso de la historia, no sólo en tiempos de Cristo, sino en aquel siglo XV, y también hoy.

Las figuras de María y del Arcángel San Gabriel son monumentales; especialmente la de la Virgen, que si se pusiese en pie no cabría en la estancia. Las alas de San Gabriel son de una extraordinaria plasticidad y riqueza de colorido, frente a la uniformidad cromática del resto del fresco, subrayando su carácter de mensajero divino. María cruza las manos sobre su regazo, sobrecogida ante el misterio, plegada a la voluntad de Otro que la invita a una misión: acoger la carne del Hijo de Dios en su propia carne. Sentada en un taburete, delante de su dormitorio, alude al tálamo nupcial en el que la desposa el Espíritu Santo.

Con esta configuración de la escena, Fra Angélico eclipsa la tradición figurativa precedente, que solía incluir el pasaje de la expulsión del Paraíso, en referencia a que si por una mujer (Eva) entró el pecado en el mundo, por otra mujer (María) se encontró la Vida. Esta nueva iconografía obvia el pecado e insiste en la humildad de María, pero también apela a su participación activa en el misterio de la Redención.

Subyace un profundo concepto teológico, la Virgen no aparece solamente como un instrumento dócil a la voluntad divina, sino como una mujer que entrega voluntariamente su cuerpo a una tarea que supera todas sus expectativas y posibilidades, erigiéndose en el primer apóstol que predica la Salvación.

Podría decirse que se produce una doble anunciación, la del ángel que propone a la Virgen la milagrosa concepción, y la de María que proclama al mundo la posibilidad de Salvación.

Epitafio


Recordaba el biógrafo Vasari refiriéndose a Fra Angélico que “el pintor de Cristo estaba siempre con Cristo”, y apuntaba un dato técnico interesante: nuestro pintor nunca retocaba sus obras, un gesto de humildad que obedecía a la convicción de que sus obras eran inspiradas por la voluntad divina, y él no se consideraba digno de corregirlas.

Tal era la concepción de su arte como un modo de evangelización, que nunca empezaba una obra sin rezar una oración. No en vano, el crítico de arte John Ruskin afirmaba “no fue un artista propiamente dicho, sino un santo dotado de inspiración”.

Fra Angélico fue enterrado en Santa María sopra Minerva, y sobre su tumba se grabó una frase en latín: “Que mi gloria no sea la de haber igualado a Apeles, sino la de haber dado todas mis ganancias, ¡oh Cristo¡, a tus hijos; con lo que una parte de mis obras pertenece a la tierra, otra al cielo”.

El 8 de Julio de 1983 lo beatificó Juan Pablo II, pero ya antes, su sepultura se había convertido en un verdadero lugar de culto y peregrinación. En su beatificación, Juan Pablo II citó de una antigua biografía: «Su pintura fue el fruto de la gran armonía entre una vida santa y el poder creativo con que había sido dotado.».

Como había sucedido tantas otras veces, la santidad y la Belleza se desposaban.

Revista Primer Día nº 39. Junio 2003

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