EL ANUNCIO QUE SALVÓ AL MUNDO
Sobre un fresco de la Anunciación de Fra
Angélico
Después del tiempo
pascual, para el cristiano parece evidenciarse más que nunca la sed del
Espíritu Santo. Sed de salvación, de experimentar la comunión de la Iglesia, de
ser tocados por la gracia.
Por eso la escena de la Anunciación siempre es actual, porque
cada día necesitamos contemplar al ángel
que se acerca a la Virgen e interpela su fe. Y porque clamamos por escuchar la
respuesta de María que, misteriosamente, nos capacita para vivir nuestra propia
vida en el único modo que merece la pena: concibiendo a Cristo.
La maestría pictórica es mucho más que el
dominio de una técnica, más que la dedicación concienzuda a un oficio. Todo
buen pintor debe saber plasmar el espíritu que trasciende cualquier realidad
material, la dignidad infinita de la figura humana. En eso consiste su
profesionalidad.
No sólo para el pintor religioso, el recurso
a lo sacro es un imperativo. Porque el artista revela más que nunca al hombre
como imagen del Creador. Toda forma auténtica de arte se constituye en una vía
de acceso a la realidad más profunda del ser humano y del mundo, por eso se
adentra en el horizonte de la fe, donde la historia del hombre encuentra su interpretación
completa, su destino.
Y asimismo, todo verdadero santo se erige en
artista, porque asume la misión de hacer de su vida una obra maestra en
comunión con el Artista Supremo, y porque la
auténtica Belleza sólo puede contemplarse desde la
santidad.
Seguramente por esas razones, la obra
pictórica del Beato Angélico fue lo mejor del primer Renacimiento. Hombre de
Cristo, y gran conocedor del nuevo lenguaje artístico de su tiempo, el dominico
Fra Giovanni da Fiésole irradiaba una profunda espiritualidad, una devoción
serena que se intuía fundada en certezas contrastadas con la propia vida.
Leer el
Evangelio en las paredes
En 1436, Cosme de Médicis
entregó a la comunidad dominica de Fiésole el convento de San Marcos de
Florencia. Al arquitecto Michelozzo se encargó la reestructuración radical del
edificio; a Fra Angélico, ayudado de colaboradores, correspondió la decoración
de sus estancias, corredores y celdas con frescos.
El hecho de que ambos
artistas trabajaran simultáneamente en la rehabilitación del convento ofrecía
unas extraordinarias posibilidades de armonizar la arquitectura y su
decoración. Por ejemplo, la representación de la luz en los frescos se hacía
coincidir con la luz natural que provenía de las ventanas o que se proyectaba
en la pared. Esa
es la razón por la que, en ocasiones, en la obra de Fra Angélico, la luz
procede del lado derecho, algo bastante inusual en la pintura europea.
Además, el artista de
Vicchio, al pertenecer a la comunidad que vivía allí, participaba de una
privilegiada comunión con quienes hacían los encargos. De esta libertad en la
factura de los frescos surgirá una peculiaridad de estilo fruto del espacio
intimista para el que habían sido concebidos. Si, cara a los profanos, Fra
Angélico creía conveniente emplear un lenguaje multicolor y esmaltado de
seducciones, dentro del convento se recreaba en un lenguaje más sobrio, con
grandes fondos planos, con más hermética solemnidad. Menos seductor, pero más
directo. Sus escenas se concebían como ayudas a la meditación, obviando los
elementos decorativos para centrarse en los acontecimientos esenciales.
Por otra parte, la técnica del fresco no es
tan atractiva como la tabla porque no ofrece la brillantez de colorido que Fra
Angélico solía prodigar. Su pintura de tabla revelaba una precisión y un
grafismo que descubría sus inicios como miniaturista, así como su afición a la
inserción de panes de oro. Esta técnica no era posible en el fresco, y tampoco
el uso de sus famosos azules intensos, cuyo secreto consistía en la utilización
como pigmento azul del polvo de lapislázuli.
Sin
embargo, a pesar de la ausencia de oros, carmines y azules lapislázuli, en sus
frescos encontramos una mayor sensación de grandeza, al operar con superficies
mucho mayores. Y una sobriedad elegante que partía de la influencia de Ghiberti
y evolucionaba hacia una creciente solidez volumétrica extraida de Masaccio,
con una mayor coherencia espacial y claridad en las imágenes.
La Anunciación
El convento de San Marcos
de Florencia comprende un complejo programa iconográfico que recorre pasajes de
la vida de Cristo. Entre ellos, contiene dos escenas que narran la Anunciación. Una
de ellas se encuentra en una de las celdas, la otra en el corredor
septentrional del convento; esta última es la que nos ocupa.
La ejecución de la obra se
sitúa hacia 1450, cuando Fra Angélico ha vuelto de Roma, tras su trabajo en la capilla Niccolina ,
en el Vaticano. Algunos detalles superficiales, como el tratamiento detallado
del paisaje del fondo y las franjas decorativas de las alas del arcángel,
certifican la datación de la
obra. El tratamiento del jardín, sin profundidad ni
perspectiva, imita el fondo de un tapiz como los que en la época se importaban
de Bruselas.
En este fresco, la
perspectiva lineal está construida con una precisión geométrica hasta en los
mínimos detalles arquitectónicos. El punto de fuga, ubicado en la pequeña
ventana, llama la atención del espectador, que debe “entrar” en el cuadro para
impregnarse de la belleza del acontecimiento.
El episodio tiene lugar
bajo una estancia abovedada, donde destaca el efecto espacial conseguido y las
columnas corintias que sustentan la construcción, similares a las realizadas
por Michelozzo en la remodelación del claustro del convento. Es evidente el
esfuerzo del pintor por reflejar el estilo arquitectónico circundante,
parecía pretender dotar de verismo la
escena, como si la encarnación estuviese sucediendo allí mismo, entre aquellas
paredes, en aquel instante. Incluso el colorido de la túnica de la Virgen se
disuelve en las tonalidades piedra del recinto, fundiéndose con aquel espacio.
Hay que destacar otra
insistencia en la inserción de esta pintura en el espacio que la acoge: al
estar ubicado en un lugar de tránsito, Fra Angelico incluye en la base del
fresco una inscripción alusiva a la devoción y reverencia que los frailes
debían hacer a María a su paso por el corredor.
No se trataba tan sólo de
un gesto fervoroso, sino de invitar a reconocer la actualidad del Anuncio, su
presencia bienhechora en la vida de aquellos monjes predicadores. Un
acontecimiento que mostraba una eficacia que cambiaría el curso de la historia,
no sólo en tiempos de Cristo, sino en aquel siglo XV, y también hoy.
Las figuras de María y del
Arcángel San Gabriel son monumentales; especialmente la de la Virgen, que si se
pusiese en pie no cabría en la
estancia. Las alas de San Gabriel son de una extraordinaria
plasticidad y riqueza de colorido, frente a la uniformidad cromática del resto
del fresco, subrayando su carácter de mensajero divino. María cruza las manos
sobre su regazo, sobrecogida ante el misterio, plegada a la voluntad de Otro
que la invita a una misión: acoger la carne del Hijo de Dios en su propia
carne. Sentada en un taburete, delante de su dormitorio, alude al tálamo
nupcial en el que la desposa el Espíritu Santo.
Con esta configuración de
la escena, Fra Angélico eclipsa la tradición figurativa precedente, que solía
incluir el pasaje de la expulsión del Paraíso, en referencia a que si por una
mujer (Eva) entró el pecado en el mundo, por otra mujer (María) se encontró la Vida. Esta nueva
iconografía obvia el pecado e insiste en la humildad de María, pero también
apela a su participación activa en el misterio de la Redención.
Subyace un profundo
concepto teológico, la Virgen no aparece solamente como un instrumento dócil a
la voluntad divina, sino como una mujer que entrega voluntariamente su cuerpo a
una tarea que supera todas sus expectativas y posibilidades, erigiéndose en el
primer apóstol que predica la Salvación.
Podría decirse que se
produce una doble anunciación, la del ángel que propone a la Virgen la
milagrosa concepción, y la de
María que proclama al mundo la posibilidad de Salvación.
Epitafio
Recordaba el biógrafo
Vasari refiriéndose a Fra Angélico que “el pintor de Cristo estaba siempre con
Cristo”, y apuntaba un dato técnico interesante: nuestro pintor nunca retocaba
sus obras, un gesto de humildad que obedecía a la convicción de que sus obras
eran inspiradas por la voluntad divina, y él no se consideraba digno de
corregirlas.
Tal era la concepción de
su arte como un modo de evangelización, que nunca empezaba una obra sin rezar
una oración. No en vano, el crítico de arte John Ruskin afirmaba “no fue un
artista propiamente dicho, sino un santo dotado de inspiración”.
Fra Angélico fue enterrado
en Santa María sopra Minerva, y sobre su tumba se grabó una frase en latín:
“Que mi gloria no sea la de haber igualado a Apeles, sino la de haber dado
todas mis ganancias, ¡oh Cristo¡, a tus hijos; con lo que una parte de mis
obras pertenece a la tierra, otra al cielo”.
El 8 de Julio de 1983 lo
beatificó Juan Pablo II, pero ya antes, su sepultura se había convertido en un
verdadero lugar de culto y peregrinación. En su beatificación, Juan Pablo II
citó de una antigua biografía: «Su pintura fue el fruto de la gran armonía
entre una vida santa y el poder creativo con que había sido dotado.».
Como había
sucedido tantas otras veces, la santidad y la Belleza se desposaban.
Revista Primer Día nº 39. Junio 2003
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