viernes, 3 de febrero de 2012

El entierro del Conde de Orgaz del Greco



“El Entierro del Conde de Orgaz” del Greco
UNA PROFESIÓN DE FE EN CLAVE PICTÓRICA

       La Parroquia de Santo Tomé, en Toledo, alberga uno de los lienzos más impresionantes del arte universal: “El Entierro del Conde de Orgaz”, realizado para narrar una experiencia de fe, un acontecimiento, la certeza de que Cristo glorioso nos espera más allá de la muerte. Por el camino de la belleza, somos introducidos en la contemplación de la verdad más profunda del hombre: el regalo de la vida eterna. Este óleo plasma el horizonte católico ante la vida y la muerte, iluminado por Jesucristo.

El Conde de Orgaz:

         La fe no es un ideario, sino que tiene su fundamento en personas concretas que han vivido históricamente como cristianos. Este es el caso de nuestro Conde de Orgaz, que no es un personaje de ficción, sino que existió realmente.

         D. Gonzalo Ruiz de Toledo, descendiente de una familia real bizantina, canciller de Castilla y tutor de reyes, fue un bienhechor toledano del siglo XIV que destacó por su caridad con los pobres y por sus fundaciones religiosas, como la reedificación de la iglesia de Santo Tomé, a la que también donó numerosos bienes.

         Al Señor de Orgaz se atribuye igualmente su intercesión a favor de unos agustinos que se habían establecido en una ruinosa iglesia en las afueras de la ciudad. Para ellos consiguió la cesión de unas casas y un Alcázar real que se convirtieron en el convento de S. Esteban.

         Esta historia documentada viene a corroborar el relato del milagro que sucedió hacia 1323, y que se narra en la inscripción que acompaña al famoso óleo:

         Habíase empleado el siervo de Dios en obras santas, por lo que vino a morir santamente. Fue llevado su cuerpo a sepultura a la iglesia de Santo Tomé, fabricada por él, y estando en medio de ella puesto, acompañándole todos los nobles de la ciudad, y habiendo ya la clerecía dicho el oficio de difuntos, y queriendo llevar el cuerpo a la sepultura, vieron visible y patentemente descender de lo alto a los gloriosos santos S. Esteban Protomártir y S. Agustín, con figura y traje, que todos los conocieron, y llegando donde estaba el cuerpo, lleváronle a la sepultura, donde en presencia de todos le pusieron, diciendo: “Tal galardón recibe, quien a Dios y a sus santos sirve”.

         D. Gonzalo dispuso que lo enterrasen, por humildad, junto al umbral de la iglesia, en el último rincón, recordando la parábola del fariseo y del publicano. D. Andrés Núñez, párroco de Santo Tomé, solicitó permiso al cardenal de Toledo para trasladar el sepulcro al presbiterio, como un signo de honor al difunto. Sin embargo, la respuesta fue contundente: que no muevan manos de la tierra lo que han enterrado manos del cielo. El párroco se contentó con dignificar la capilla, aunque tapando el sepulcro.

         El testamento del Conde de Orgaz también nos aporta otro dato revelador: fue su voluntad que los de Orgaz pagasen un tributo anual a la parroquia; sin embargo, estos no lo cumplieron y, hacia 1564, D. Andrés Núñez pleiteó con los de Orgaz.

El cuadro:

 Fue encargado en 1586 por el mismo párroco después de ganar el pleito, pero sin recurrir al dinero de los Orgaz, sino que fue pagado en su mayor parte de su propio bolsillo. De cualquier forma, el cuadro es mucho más que el fruto del empeño de un párroco, es una muestra de la fuerza de la caridad, y un homenaje al testimonio colectivo de un pueblo que acudía a rezar al lugar del milagro acaecido casi 300 años antes.

Centrándonos en la composición del cuadro, el artista nos conduce a fijarnos en la escena principal a través de la indicación de la mano del niño que aparece al extremo. Se trata del retrato de su hijo Jorge Manuel, que lleva la firma de su padre escrita sobre un pañuelo y acompañado de “ lo hizo” y una fecha (1578) que no corresponde a la realización del cuadro sino al nacimiento de su hijo. Con este guiño al espectador parecía considerar que, aunque el lienzo fuese su obra magna, dar la vida a otro ser había sido su mayor orgullo.

El dedo del niño señala el pálido rostro del difunto Conde de Orgaz, vestido con armadura y sostenido por un anciano S. Agustín vestido de obispo y un S. Esteban que identificamos por el bordado de su dalmática, que representa su martirio por lapidación.

En primer plano, la mirada ascendente de un sacerdote dirige la nuestra hacia un impresionante espectáculo celestial. De la disposición de las figuras se desprende que el autor quiso así descubrir el sentido de su pintura: el niño nos remite a la zona terrenal, y el sacerdote a la celestial.

En la zona terrenal, reina el realismo majestuoso de los personajes, cuyos rostros retratan personajes conocidos coetáneos a el Greco, como D. Andrés Núñez, D. Antonio Covarrubias, Hurtado de Mendoza (el Conde de Orgaz de la época del cuadro) o su propio autorretrato.

Junto a los nobles con gola escarolada aparecen un franciscano, un agustino y un dominico, las tres órdenes religiosas más representativas de la época.

Este óleo supone un diálogo artístico entre oriente y occidente, porque mientras la zona inferior del cuadro muestra la influencia occidental de la pintura de Tinttoreto, Tiziano, Miguel Angel... sin embargo, la zona superior presenta las huellas de un iconógrafo: la Virgen o S. Juan tienen un sentido de icono oriental.

Entre el cielo y la tierra, el lazo de unión es el alma inmortal del Señor de Orgaz, figurada como un feto que es conducido al cielo por manos de un ángel, a través de una especie de vulva materna que le dará a luz a la vida eterna. La muerte cobra la apariencia de un parto, alumbramiento doloroso pero lleno de esperanza.

En la zona superior, la pintura describe el cielo. Al centro, Cristo Juez, Señor de la vida y de la historia, que abre sus brazos como signo de acogida. María actúa de comadrona que recibe al alma en su entrada a la gloria celestial. A la derecha aparecen S. Juan Bautista, Santiago y S. Pablo, tres mártires decapitados que sellaron con su sangre la fe y el amor a Jesucristo; y en un segundo plano, una corte de santos, entre ellos Santo Tomás, titular de la parroquia.

El lienzo también supone una reflexión sobre la Sagrada Escritura; a la izquierda, bajo S. Pedro, contemplamos tres personajes del AT: David, Moisés y Noé. En el lugar opuesto, una representación del NT, quizá María Magdalena, Lázaro y otra mujer sin identificar.

Una bella expresión de escatología católica:

         El conjunto del cuadro invita a la contemplación de un misterio que nos es dado, de una verdad que se nos comunica: el hombre ha nacido para la vida; incluso cuando ha de traspasar el umbral de la muerte, lo hace asistido por Cristo, por su Madre, y por todos los santos del cielo.

         A la pregunta sobre el sentido de la vida y de la muerte, el cuadro da una respuesta de fe: Cristo, Dios verdadero y hombre verdadero, venciendo la muerte con su resurrección, ilumina el misterio del hombre y lo abre a un horizonte de eternidad que se prolonga más allá de la historia. Después de la muerte nos espera lo mejor, la verdadera vida.

         “El Entierro del Conde de Orgaz” también subraya verdades que los protestantes negaban ya en aquel momento histórico, como son el ministerio sacerdotal, la intercesión de la Virgen y de los santos, el papel de Pedro... El Greco ilustra la teología católica con imágenes que los fieles podían entender.

         La muerte vivida con Cristo es el comienzo de la glorificación, del éxito final. Y mientras el cadáver se coloca en el sepulcro, el alma sobrevive para siempre. Sin embargo, el cuerpo no es un deshecho inservible, sino que es devuelto a la tierra de donde salió, en la espera de ser transfigurado por la resurrección final; por eso al cadáver se le deben todos los honores de la persona, porque el cuerpo es la expresión de la persona.

         Este respeto al cuerpo humano es el que ha invitado a la búsqueda de los restos del Conde de Orgaz, que se sabían enterrados en la capilla, pero sin conocer su localización concreta (recordemos que la losa fue tapada con la remodelación de la capilla efectuada por D. Andrés Núñez).

 El pasado mes de Marzo se halló el sepulcro y los restos de ocho individuos identificados por los investigadores como el Conde de Orgaz y su familia.

         Es curioso que, durante casi 300 años, estuvo expuesto el sepulcro a la devoción de los fieles, sin que estuviese el cuadro. Sin embargo, una vez realizado el lienzo, el sepulcro se tapó, y estuvo el lienzo en solitario durante más de 400 años. Ahora, por iniciativa del actual párroco de Santo Tomé, se expondrán por primera vez el cuadro y el sepulcro juntos, subrayando el sentido originario de la pintura: la vida de cada día, que acaba en el sepulcro, tiene su proyección en la gloria representada en el óleo, y a su vez, ese óleo tiene su prolongación en el sepulcro; son dos realidades que quedan enriquecidas teológicamente.

         Por muchas razones, podemos afirmar que el Conde de Orgaz no ha muerto, porque una caridad hacia los pobres como la suya es un amor que traspasa los siglos y llega a la eternidad. Si durante su vida fue generoso, tras su muerte sigue haciendo el bien. Los ingresos de Santo Tomé (que gracias al cuadro son elevados) todavía hoy va destinado a los enfermos, a las misiones, a obras sociales... Y todo gracias a D. Gonzalo Ruiz de Toledo.

         Actualmente, la parroquia está preparando un montaje audiovisual que transmita el mensaje de la vida y de la muerte del Conde de Orgaz. Desde luego, es algo para no perdérselo.
                                      
                                        Revista Primer Día nº 19. Septiembre 2001

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