LLAMADOS A LA
PATERNIDAD
Reflexión
ante un óleo de Rembrandt
En los últimos días de su vida,
Rembrandt pintó “El regreso del hijo pródigo”como epílogo de un itinerario
personal. Si se sabe contemplar, este cuadro supone mucho más que la
escenificación de una parábola evangélica, es la expresión humana de la
compasión divina y el resumen de nuestra historia d salvación..
Una historia con muchos protagonistas
La pintura siempre ha sido una
extraordinaria narradora de historias. En este caso, este pintor holandés del
siglo XVII relata una de las parábolas de la misericordia de Lucas (Lc 15,
11-32), y con ella nos desvela también parte de su propia historia, y de la
nuestra.
A pesar del tamaño del lienzo
(262 x 206 cm.), propio para un altar de iglesia, “El regreso del hijo pródigo”
no fue una obra de encargo, sino que Rembrandt lo realizó para sí mismo.
Parece que debía sentir una
especial predilección por el tema. Treinta años antes había pintado “El hijo
pródigo vividor”, en el que se autorretrataba con su mujer Saskia en un burdel.
Este cuadro coincidía con una etapa de euforia personal y profesional que se
reflejaba en el tratamiento de la escena.
Sin embargo, “El regreso del
hijo pródigo” lo pinta después de la muerte de su mujer y sus hijos, después de
la ruina económica, el desprestigio profesional, etc... quizá porque al final
de su vida, ansiaba tener ante sus ojos la esperanza de esta misericordia.
Utilizando la técnica del
claro-oscuro, el pintor focaliza la atención del espectador en el abrazo del
padre y el hijo, sin necesidad de colocarlos en el centro de la composición. Al
otro extremo, un discreto foco de luz sobre un personaje erguido nos desvela al
tercer protagonista de la historia: el hijo mayor.
Por otra parte, es excepcional
la maestría con la que el autor ha captado y reflejado la psicología de los
personajes, consiguiendo que en ellos podamos descubrirnos a nosotros mismos.
El hijo menor
Conocer la gravedad del pecado redimensiona la grandeza de la
misericordia, por eso es necesario profundizar en la historia del hijo pródigo.
Su marcha es un acto mucho más
ofensivo de lo que pudiese aparentar, porque el hijo no tenía derecho alguno
sobre las propiedades de su padre hasta que este muriese, y su petición suponía
un rechazo del hogar que lo había alimentado y una ruptura con la tradición de
la comunidad de la que él era parte.
La expresión evangélica “se marchó a un pais lejano” suponía alejarse a
un mundo en el que se ignoraba todo lo que en casa se consideraba sagrado.
Se distanció de su padre y de todo lo que este le ofrecía porque pensó
que él solo construiría mejor su propia vida. Pero pronto descubre que se está
mejor en la casa del padre, y regresa.
La forma en que Rembrandt lo
retrata es muy reveladora: tiene la cabeza afeitada, como signo de que lo han
privado de su marca de individualidad, nada queda ya del cabello rizado y la
mirada desafiante de aquel otro retrato de “El hijo pródigo vividor”. Su rostro
algo deforme, pequeño y rasurado, sugiere el de un bebé queriendo sumergirse en
el seno materno.
Viste ropa interior y está casi descalzo, como signo de un itinerario
de pobreza y esclavitud; se arrodilla y esconde su rostro, sin atreverse
siquiera a mirar a su padre.
Aparece desposeído de todo, excepto de su espada colgada a la cadera,
que constituye un símbolo de su origen noble. En medio de su degradación, se
aferró a su filiación, se reconoció como hijo de su padre, y descubrió que esa
era su mayor dignidad.
Su
actitud encarna la frase de S. Agustin: “Nos hiciste Señor, para ti, y nuestro
corazón no descansa hasta que regresa a ti”.
El hijo mayor
Es
curioso que, tal como lo representó Rembrandt, padre e hijo se parecen mucho.
Los dos tienen barba y lucen largas túnicas rojas; la luz proyectada sobre el
rostro del hijo mayor conecta muy directamente con la cara iluminada del Padre.
Parecen tener mucho en común, y sin embargo, la actitud que muestran ante “el
regreso” es muy diferente.
La rigidez e inmovilismo del hijo
mayor queda acentuada por el largo bastón que sostiene en sus manos, cerradas
sobre sí mismas. No muestra deseo de acercarse, se sumerge en la oscuridad,
creando un espacio central vacío en el cuadro que crea tensión.
Lo que Rembrandt está retratando es
otro hijo perdido; a pesar de que permaneció en casa y cumplía sus
obligaciones, en su corazón era cada vez más desgraciado y menos libre, porque
también se había alejado de su padre.
La dureza de su expresión muestra su
queja, su imposibilidad para la alegría. Su postura revela que había desaparecido
la comunión con su padre y su hermano, que se había convertido en un extraño
para los suyos, aunque no se hubiese marchado.
El está tan necesitado de volver a
casa como el hermano pequeño, y sin embargo, no es capaz de correr a abrazar a
su padre y arrodillarse ante él, sino que permanece impenetrable y enjuto, a
pesar de la ternura de las palabras paternas: “Todo lo mio es tuyo”.
El
Padre
Es el
auténtico protagonista del cuadro, y su rostro es el único que se muestra
íntegro.
Es muy
significativo que Rembrandt eligiera un anciano casi ciego para comunicar el
amor de Dios a través de unas manos
abiertas, prestas a tocar al que se acerca (en oposición
a las manos cerradas del hijo mayor).
Las
manos del padre se convierten en el núcleo de este óleo del Museo del
Hermitage. En la composición, juegan una especial paralelismo con los pies
desnudos de su hijo menor. En las manos del padre se concentra toda la luz
(clave pictórica y espiritual del cuadro), a ellas se dirigen todas las
miradas, en ellas la misericordia se hace carne.
Hay algo
de maternal en esta figura que se inclina a estrechar sobre su regazo a su
hijo. Incluso su mano derecha, fina y elegante, parece la de una madre,
mientras que la rugosa y firme mano izquierda se asemeja más a la de un padre.
Así, maternidad y paternidad se conjugan en este de gesto de bendición y de
sanación.
También
la forma de arco del gran manto rojo del padre nos recuerda unas alas
protectoras, en alusión a la palabra bíblica de la gallina que reune a sus polluelos
bajo sus alas.
La clave
Ante la
parábola del hijo pródigo, lo fácil es buscar la identificación con uno de los
hijos, dejando a Dios el evidente papel de Padre. Sin embargo, el pintor,
captando la esencia de la parábola, consiguió que la atención del espectador
recayera en el padre.
Rembrandt,
mostrando al Padre en su dimensión vulnerable,
hace percatarnos de que la vocación del hombre es ser como el Padre.
El
lienzo no sólo muestra un perdón sin límites, también constituye una prueba de
que el hijo infiel (sea el menor o el mayor), sigue siendo heredero, y por
tanto, sucesor del Padre, destinado a entrar en el lugar del Padre y a ofrecer
las mismas manos dispuestas a recibir sin condiciones.
En
tiempo de Cuaresma, ninguna parábola como esta para ilustrar la realidad de la
conversión, y también para expresar una misericordia que no significa sólo una
mirada compasiva hacia el mal, sino que es capaz de extraer el bien de todas
las formas de mal.
Revista Primer Día nº 25. Marzo 2002
Es precioso todos los signos que nos hacen ver en este cuadro al cual hemos visto tanto y no le sacabamos tanto provecho muchas gracias por hacernoslo notar
ResponderEliminarPrecioso, tuve un retiro espiritual sobre ésta parábola y sosbre este cuadro, muy enriquecedor, salí muy bendecida.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarQue representan los otros 2 personajes??
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